Los noruegos tienen un sistema estatal de ayudas a la prensa dirigidas, por ejemplo, al periódico más pequeño en las regiones aisladas y a los diarios nacionales que presentan opciones políticas disidentes o controvertidas.
No son los únicos. Los austriacos, por citar otro caso, tienen algo parecido y lo llaman “subvención extraordinaria para el apoyo a la diversidad”. Son países que entienden la comunicación social como un bien público. Saben que un sistema de medios plural es la fuente nutricia de la esfera pública en una democracia liberal.
Las mismas ideas que llevaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Kimel contra Argentina) a afirmar: “El Estado no solo debe minimizar las restricciones a la circulación de la información, sino, también, equilibrar, en la mayor medida posible, la participación de las distintas corrientes en el debate público, impulsando el pluralismo informativo”. ¿Notan el punto de coincidencia? No basta en esta materia la libertad negativa, el repliegue del Estado y la desregulación. No si se quieren evitar los peligros antidemocráticos de la concentración de la propiedad de los medios. Una preocupación para nada nueva.
Monopolios. Ya en 1910 Weber advertía que la creciente demanda de capital de las empresas periodísticas podría derivar en su monopolización; los trust, cuya existencia, ironizaba, es negada por los magnates que los controlan.
Su preocupación de fondo era el posible impacto de ello en la pluralidad de voces en el debate público. Porque los grupos de comunicación no solo tienen intereses económicos, también aspiran a influir en la opinión pública. Es ahí donde la consolidación de grandes grupos dominantes conspira contra el pluralismo informativo y la diversidad en una sociedad.
Por eso, más de un siglo después, Manuel Alcántara considera preocupante que los más importantes medios “lentamente se han ido concentrando en las manos de un grupo reducido de propietarios, convirtiéndose en una fuerza significativa potencialmente antidemocrática”. Habla de “un oligopolio empresarial global” (nueve corporaciones transnacionales) y de la “cartelización coordinada del sector”, que funde a los medios con el mundo de la publicidad y los convierte en gigantes “particularmente activos a la hora de hacer lobby de una manera muy efectiva en la política nacional e internacional”.
Tampoco es nueva la atribución de responsabilidad por esto a la omisión estatal: hace más de veinte años el catedrático de Cambridge John Thompson sentenciaba que la relajación de los controles gubernamentales había facilitado la concentración de poder económico y simbólico de los conglomerados mediáticos y sus “actividades depredatorias” que “han alcanzado cuotas extremas”. Seguramente pensaba en el affaire Thatcher-Murdoch.
América Latina. En América Latina, que en el pasado ya era “la región con menor participación del Estado en la propiedad de los medios”, según las investigaciones de Mastrini y Becerra, las políticas neoliberales de finales del siglo XX supusieron apertura de mercados, liberalización de flujos financieros y privatización de activos estatales, incluido el sector infocomunicacional.
Gobiernos y organismos internacionales de crédito impulsaron procesos de desregulación que facilitaron que la iniciativa privada se expandiera aún más dentro de las industrias culturales. La internacionalización del mercado comunicacional y las dinámicas de los bloques regionales estrecharon los límites para el actuar estatal, de modo que, a la tradicional falta de voluntad de los políticos para pluralizar la comunicación social, se sumó la incapacidad legal de los Estados para enfrentar los procesos de concentración.
El mismo diagnóstico hace Silvio Waisbord, de George Washington University: en nuestra región tenemos mercados altamente concentrados y, a pesar de la emergencia de Internet, los medios tradicionales siguen siendo dominantes. El resultado para el pluralismo comunicacional democrático es deficitario: sociedades con persistentes inequidades de expresión, con “enormes deudas en términos de las contribuciones de los medios y el periodismo a la democracia. Los logros de la democracia política en las últimas décadas no se condicen con la situación de una estructura comunicacional calcificada”, copada por medios cuyos contenidos están “dominados por la lógica del sensacionalismo y el entretenimiento liviano”.
La estructura del mercado, concluye, es responsable de inequidades comunicativas en la esfera pública. Una situación es incluso peor en Centroamérica y de la que no escapa Costa Rica: según la medición de la concentración que utilizan Mastrini y Becerra, con dos variables, volumen de facturación y porcentaje de audiencia de las cuatro principales firmas del sector, tenemos un mercado altamente concentrado.
Carencia. La otra característica del país (común en Centroamérica) es la carencia de medios públicos fuertes. Una y otra vez, decía María Pérez Yglesias ya en 1989, “la libertad de expresión” es invocada “cada vez que el Estado intenta guardar un espacio comunicativo para sí (…) los medios de difusión privados y las cámaras que los representan consideran la intervención estatal como un golpe serio a la libertad empresarial (propiedad privada) y a la libertad política (democracia)”.
No es esta (aunque así se le descalifique usualmente) una preocupación “chavista”. Antes de que en 1996 Bourdieu realizara sus emisiones televisivas del Collège de France, Sur la télévision, en 1993 Popper ofreció a la RAI la entrevista Against Television, y pocos días antes de su muerte escribió el artículo Una patente para producir televisión, de 1994. Advertía de la degradación antidemocrática, incivil, de una televisión que, al idiotizar a sus consumidores, los inhabilitaba para comportarse como los ciudadanos que requería la democracia liberal. Y tenía muy claro el objetivo de ese achabacanamiento: captar audiencia, con el argumento (para él inaceptable) de que “eso era lo que el público pedía”. Así, tomando distancia del dogmatismo desregulador entonces en boga y preocupado por el “poder colosal” que ese medio estaba adquiriendo, llamaba a poner límites a sus abusos. No hay aquí cambio alguno en Popper. Toda su vida había defendido una sociedad abierta y esta implica algo más que amarras al Leviatán. Requiere, también, facilitar la concurrencia de ideas. Libertad positiva, amigos liberales.
Oportunidad. El paso de la televisión analógica a la digital es una oportunidad que no deberíamos desaprovechar los costarricenses para democratizar nuestro sistema de medios y poner orden en un sector en el que no es azarosa la obsolescencia de la legislación ni sus vacíos. Miedo, cuando no connivencia entre autoridades y poderosos intereses privados, explican que el país, por décadas, haya carecido de una política comunicacional.
Schumpeter decía que no son los propietarios de diligencias quienes construyen los ferrocarriles. Por eso no espero que los medios busquen la reforma de un statu quo fosilizado a imagen y semejanza de sus intereses. De quien sí lo espero es del Gobierno de la República. Y no me refiero al supuesto espacio liberado de los 6 MHz por cada frecuencia ya concesionada, sobre cuya indivisibilidad hay buenos argumentos, sino al espacio abierto gracias a la innovación tecnológica y sobre el que no hay discusión, como el liberado producto del reacomodo de los canales.
Me refiero a la subutilización y a la inapropiada utilización de frecuencias, al chimuelo régimen sancionatorio en la materia y, por supuesto, al necesario replanteamiento de los vergonzosos montos que por su uso pagan los concesionarios.
Enfrentar esto constituye un deber constitucional del Estado y un deber político del Gobierno. Lo contrario sería consentir la gula.
El autor es abogado.