Hace ya algunas décadas que estudiosos como Constantino Láscaris y Pierre Thomas Claudet desarrollaron interesantes caracterizaciones del costarricense con buen nivel de acierto para la realidad contextual de aquellos momentos.
El nuevo costarricense, el del siglo XXI, inmerso en una nueva realidad con tecnología abundante, con cantidades de información inmanejables, más urbana y también más inmediata, tiene nuevas características que definitivamente no son consecuentes con los paradigmas anteriores.
Al relacionarse con personas de otras latitudes que visitan nuestro país, calificativos del tico como personas educadas, amigables, alegres, que evitan la confrontación y serviciales salen a relucir como factores comunes. Sin embargo, algunos menos complacientes señalan también aspectos menos agradables al oído del nacional, como el individualismo, la tendencia a procastinar y a ser cortoplacistas.
Tratar de medir estos aspectos con estudios de opinión, de nacionales y foráneos, sería un ejercicio interesante, pero presentado el sesgo natural donde “una cosa es lo que decimos y otra muy distinta lo que hacemos”.
Ejemplos de esa paradoja los vemos a diario, pues somos muy ecológicos, pero reciclamos y reutilizamos muy poco, somos muy educados pero no manejamos la confrontación, somos muy solidarios pero siempre que no implique mucho sacrificio personal.
Así que lo más acertado parece ser realizar estudios más bien de la conducta en la práctica, no en el imaginario social del “debería”.
¿Así somos? Voy a tomar como campo de observación nuestras conductas al conducir por las carreteras. Esto puede ser una contundente evidencia de cómo somos por dentro.
Al respecto, acciones que podemos observar a diario nos pueden perfilar, tales como: estacionar en línea amarilla o en esquinas por mi comodidad, aunque esto afecte al colectivo; no usar las señales direccionales para que otros conductores anticipen mis intenciones; ignorar las zonas de paso peatonal, pues a mí, como conductor, eso no me afecta; “colarse” en las filas, pues así llego primero que el resto que no es tan vivo; utilizar el celular mientras manejo porque lo necesito ya, aunque esa acción coloque en riesgo a quienes me rodean o genere atrasos al resto, y así otras tantas conductas como el manejo en estado de ebriedad, la temeridad o la contaminación que emiten nuestros nuestros vehículos.
Incluso nuestras acciones parecen indicar que es necesario rebautizar las luces intermitentes de emergencia como “derecho a estacionar en cualquier lugar y momento”, pues es el uso que observamos de manera más frecuente y sin aparente remordimiento alguno.
Causa. Al tratar de identificar cuál podría ser un eventual detonante de estos comportamientos, es posible esbozar un factor común: el “yo primero”, que es un claro sinónimo del conocido “egoísmo”.
Tal parece, entonces, que las presiones de la competencia reinante y puntos flacos en nuestra formación integral han decantado en un egoísmo que tal vez no percibimos nosotros mismos, pero que parece brotar en nuestras acciones.
Muestras de esta tendencia también son evidentes en otros campos, como el político, el empresarial e incluso en las mismas familias, por lo que estos síntomas parecen indicar un mal profundo y que se ha arraigado más de lo que pensamos en nuestra sociedad.
Pero ¿dónde nace este comportamiento? Una de las posibles razones es el acentuado individualismo que hemos cultivado, un aspecto característico de la cultura occidental y que nos puede hacer caer en serios problemas de convivencia. También puede ser causado en parte por el aislamiento social, por la competencia desmedida, por los modelos empleados para medir el éxito o por una desvalorización en nuestro modelo educativo, o por todas estas razones en conjunto.
Tal parece que es necesario hacer esfuerzos en el fortalecimiento de nuestros valores desde edades muy tempranas para entender que el progreso individual no es sinónimo de progreso colectivo, pero que el progreso colectivo si conlleva progreso individual.
El autor es empresario y docente.