A cuatro de los asesinos del ambientalista Jairo Mora los condenaron, por ese y otros delitos, a penas que oscilan entre los 74 y los 90 años. Hay quienes, incluso abogados penalistas, califican estas penas de “ejemplarizantes”.
Quizá tengan razón en cuanto a la cuantía formal de la pena, pero cuando las analizamos en términos de la realidad de su cumplimiento, no hay tal “ejemplaridad”.
En primer lugar porque, independientemente de su cuantía, esas penas se adecuarán a un máximo de 50 años de permanencia en la cárcel. De entrada, los condenados tienen ya una rebaja formalmente impuesta que oscila entre los 24 y los 40 años. Luego, por “buena conducta” y trabajo, el cómputo del “2x1”, la pena, en términos de temporalidad real, se reduce a 33 años y unos meses calendario, al tercio de los cuales –es decir 11 años– podrán acceder al beneficio de libertad regulada –duermen unos días en la cárcel y el resto del tiempo están en libertad–.
Finalmente, a la mitad de la pena –16 años y unos meses– ya pueden quedar en libertad condicional: solo regresarán a prisión si cometen una nueva falta.
De esta manera, una condena formal de 90 años se “cumple” legalmente en 16. Nada hay de ejemplarizante en ello.
Revisión necesaria. Es reiterado el clamor nacional por un aumento en las penas para ciertos delitos. Ese clamor se aviva cuando se comenten crímenes como el asesinato de Jairo o, más recientemente, el del joven Alejo Leiva.
Sin embargo, el problema no está, al menos únicamente, en la cuantía de las penas, sino, más bien, en la forma de computar su cumplimiento y en los numerosos beneficios que facilitan la salida de los condenados hacia la libertad anticipada.
Definitivamente no es serio que una pena de 90 años se “cumpla” legalmente en 16 o aun menos años.
La Asamblea Legislativa debe ocuparse, cuanto antes, de revisar el marco legal a fin de asegurarse de que estas se cumplan realmente en el plazo que fueron impuestas y no por un tercio o un cuarto de la condena.
Prisión perpetua revisable. Recientemente, en España, uno de los bastiones del abolicionismo penal, entró a regir una nueva legislación mediante la cual se crea la pena de “prisión perpetua revisable”.
En Costa Rica deberíamos pensar en una figura similar para sancionar ciertos delitos, como los homicidios dolosos en contra de personas menores de edad y otros de similar gravedad.
Quizá debería legislarse en el sentido de que la pena perpetua solo será revisable una vez transcurridos 25 años calendario, durante los cuales el condenado no será sujeto a ningún tipo de beneficio de excarcelación.
Ya sé que sobrarán voces para señalar que nuestra Constitución y la Convención Americana de Derechos Humanos, de la cual el Estado costarricense es parte, prohíben el establecimiento de penas a perpetuidad.
Al respecto, hay que abrir el debate: la Constitución puede reformarse y la Convención se puede, parcialmente, desconocer mediante el trámite previsto.
Lo que no podemos seguir permitiendo es que, por la vía de los beneficios y el complaciente sistema de cómputo de su cumplimiento, las penas impuestas por los tribunales terminen, en la realidad, en una burla a la sociedad, una nueva ofensa a las víctimas –familias incluidas– y en una alcahuetería del “sistema”.
El autor es abogado.