Voltaire escribió que “nunca vivimos; estamos siempre con la expectativa de vivir”. Los latinoamericanos conocemos muy bien ese sentimiento. Conocemos muy bien la promesa que está siempre un poco más allá, el desarrollo que brilla dos palmos más lejos de nuestras manos.
Esta es la ironía de Latinoamérica en nuestros días: la sensación de haber avanzado y al mismo tiempo haberse quedado atrás.
Somos algo así como una báscula en busca de equilibrio, una báscula que, desde hace ya muchos años, no acaba de inclinarse en una u otra dirección.
De un lado de la balanza, encontramos todo lo que, si lo usáramos correctamente, podría llevarnos a la modernidad del siglo XXI.
Tenemos ahí nuestros recursos naturales y nuestra ubicación geográfica, el potencial de nuestros mercados y nuestras incipientes industrias de alta tecnología, nuestras alianzas internacionales y la estabilidad democrática de la mayoría de nuestras naciones, el ingenio de nuestra gente y la vocación de trabajo de nuestras sociedades. Estos elementos están en la base de los logros que hemos cosechado, en la base de la atracción de turismo e inversión extranjera directa, y en la base del orgullo que merecidamente sentimos de ser latinoamericanos.
En el otro lado de la balanza –digamos que es el lado equivocado– encontramos todo lo que nos mantiene atados a nuestro pasado.
En lugar de una cultura progresista, los latinoamericanos hemos promovido una cultura de parálisis; un trance donde la inercia nos mantiene anclados en un pasado que no acaba de extinguirse.
Encontramos que los latinoamericanos tenemos sistemas educativos mediocres. Dejamos esfumarse la oportunidad de educar a nuestros pueblos con una enseñanza de calidad. No les hemos proporcionado a nuestros jóvenes las herramientas prácticas que necesitan para desenvolverse en un mundo globalizado.
Educación. Nada es más importante para las expectativas futuras de la economía, la política y la cultura latinoamericana que la calidad de su sistema educativo.
Nuestros países se ubican en los últimos lugares de los resultados de la prueba PISA, a pesar de dedicar un gasto en educación equivalente o superior al de países que obtienen notas mejores. Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin embargo, las reformas educativas son anatema en la mayoría de nuestros países, en parte por la presencia de sindicatos educativos fuertes y reaccionarios, pero en parte también porque nuestras sociedades exhiben una profunda aversión al cambio cuando se trata de alterar la forma y el contenido de lo que aprenden nuestros niños y jóvenes. Por sorprendente que parezca, la región del realismo mágico es muy poco creativa cuando se trata de enseñar.
Y esto es reflejo de uno de los grandes lastres que inclinan la balanza del lado equivocado: la resistencia al cambio. Los latinoamericanos hemos glorificado tanto la tradición y la historia que hicimos virtualmente imposible el proceso de reforma constante que es la esencia de la buena política.
Es la resistencia al cambio lo que impulsa a algunos países latinoamericanos a negarse a la integración comercial. ¡Como si la apertura comercial fuera una opción! La integración económica del mundo no se escoge, se reconoce. Es una fuerza, no una decisión. Da la casualidad que es, además, una fuerza provechosa.
Con todos sus errores y debilidades, el libre comercio ha sido la herramienta de desarrollo más poderosa con la que ha contado la humanidad en épocas recientes, particularmente para los países más pobres del mundo.
Infraestructura. En el lado equivocado de la balanza también encontramos el exiguo gasto en infraestructura, que es tan solo de un 2,4% del producto interno bruto, comparado con un 8,6% en China y un 4,9% en la India.
Esto nos condena a no tener los puertos, los aeropuertos, las carreteras, los ferrocarriles, las telecomunicaciones, etc. que requerimos, lo que constituye el verdadero cuello de botella para alcanzar un crecimiento económico más acelerado.
La falta de confianza y la inseguridad jurídica también forman parte del lado equivocado de la balanza, características estas que nos identifican como región.
Somos una región de sorpresas, en el peor sentido de la palabra. Hay países en donde las situaciones jurídicas son tan volubles que impiden la realización de propósitos de largo alcance. Dicen los ingleses que “la seguridad jurídica es la protección de la confianza”.
Un ciudadano, un emprendedor, un empresario, un inversionista debe ser capaz de anticipar las consecuencias jurídicas de sus actos y programar sus acciones en torno a esa expectativa.
Aunado a esto, la tramitomanía ahoga el emprendedurismo, una autolesión que empeoramos con la falta de inversión en investigación e innovación. Ni el colonialismo español, ni la falta de recursos naturales, ni la hegemonía de Estados Unidos, ni ninguna otra teoría producto de la victimización constante de América Latina explican el hecho de que nos rehusemos a aumentar nuestro gasto en innovación, a cobrarle impuestos a los ricos, a graduar profesionales en ingenierías y ciencias exactas, a promover la competencia, a construir infraestructura o a brindar seguridad jurídica a las empresas.
Le huimos a la competencia porque amenaza derechos y privilegios establecidos, y preferimos pasar de moda que pasarnos de listos.
Tenemos, además, sistemas tributarios insuficientes y regresivos que generan Estados débiles y una gran desigualdad económica, impidiendo que muchos de nuestros países puedan proveer a sus gobiernos con los recursos que necesitan para implementar una red social para sus ciudadanos.
Democracia. Finalmente, del lado equivocado de la balanza tenemos la aún tenue adhesión a la democracia que exhiben muchos de nuestros países. Aunque sin duda nuestras instituciones se han consolidado desde la caída de las dictaduras, seguimos siendo incapaces de rechazar categóricamente a los líderes con delirios autoritarios.
América Latina no necesita salvadores. No necesita revoluciones declaradas a golpe de cañón y trompeta. Necesita políticas públicas sólidas y gobiernos que rindan cuentas.
Para que nuestro camino no sea una sempiterna encrucijada, lo que necesitamos son líderes que sepan señalar el rumbo, proponer metas y destinos que les permitan mejorar el bienestar de sus pueblos.
Los pueblos latinoamericanos deben resistir la tentación de quienes les prometen un oasis detrás de la democracia participativa, la cual puede ser un arma peligrosa en manos del populismo y la demagogia.
Los problemas de Latinoamérica no se solucionan con sustituir una democracia representativa disfuncional, por una democracia participativa caótica.
Parafraseando a Octavio Paz, me atrevo a decir que en nuestra región “la democracia no necesita echar alas, lo que necesita es echar raíces”.
Antes de vender tiquetes al Edén, debemos preocuparnos primero por consolidar nuestras endebles instituciones, por resguardar las garantías fundamentales, por asegurar la igualdad de oportunidades para nuestros ciudadanos, por aumentar la transparencia de nuestros gobiernos y, sobre todo, por mejorar la efectividad de nuestras burocracias.
Mi experiencia como gobernante me ha demostrado que los nuestros son con frecuencia Estados escleróticos e hipertrofiados, incapaces de satisfacer las necesidades de nuestros pueblos y de brindar los frutos que la democracia está obligada a entregar.
Eso, el compromiso con la construcción paciente del futuro, es lo que debe inclinar la balanza del lado correcto de la historia. No la pirotecnia política que promete dinamitar nuestros males y hacer llover maná del cielo.
Aunque parezca elemental, lo que más requerimos es la voluntad de entender que las distancias se cubren poniendo un pie detrás de otro, perseverando en el rumbo, estableciendo y respetando las prioridades y asumiendo, como adultos, los efectos de nuestras acciones.
El autor fue presidente de la República de 1986 a 1990 y del 2006 al 2010.