BOSTON – No hace falta trabajar toda una vida en cuestiones de salud pública internacional para comprender el enorme riesgo que suponen los fármacos falsificados o de mala calidad. Las cadenas de suministro farmacéutico de todo el mundo, de Azerbaiyán a Zambia, están infiltradas de productos falsos que arruinan hasta los mejores programas de control, manejo y erradicación de enfermedades mortales. Y, aunque es una actividad criminal, poco se hace por impedirla.
Yo crecí en Pakistán y desde pequeño siempre supe lo importante que era para mi madre, lo mismo que para cualquier progenitor educado, identificar los medicamentos y las farmacias dignos de confianza. En esto hubo pocos cambios desde entonces. De Lahore a Lusaka, los farmacéuticos locales siguen vendiendo una variedad de marcas del mismo fármaco a diferentes precios, y los compradores confían en su opinión a la hora de evaluar sus beneficios y desventajas.
Por desgracia, no es que en la farmacia de la esquina se venda alguno que otro medicamento de calidad inferior: el problema es mucho más grave que eso. Cada año, en todo el mundo se comercializan alrededor de $75.000 millones en medicamentos de mala calidad. Se calcula que esto causa unas 100.000 muertes y provoca serias enfermedades a una cantidad de gente mucho mayor. El comercio de fármacos deficientes menoscaba seriamente los frágiles sistemas de salud pública de los países pobres: no solo matan a sus consumidores directos, sino que sus efectos pueden pasar de padres a hijos e, incluso, alentar el surgimiento de nuevas cepas de agentes patógenos resistentes a los medicamentos, que son una amenaza para todos.
Sin embargo, la necesidad de combatir la distribución de medicamentos de mala calidad nunca se tomó con la misma seriedad que otras crisis sanitarias mundiales como la malaria, el VIH o la mortalidad maternoinfantil. Tal vez sea porque no existe una solución obvia.
Para encontrarla, primero debemos reconocer que el problema no es solamente la falsificación de medicinas. En todo el mundo hay muchos fabricantes legítimos que, sea por desidia o por incompetencia, carecen de mecanismos adecuados de control de calidad. Y, en algunos casos, el uso de sistemas de almacenamiento y refrigeración deficientes convierte medicamentos seguros en sustancias peligrosas.
Por desgracia, esos fabricantes se aprovechan de la falta de leyes adecuadas en los países en desarrollo (o de su mala implementación), así como de la posibilidad de corromper a los funcionarios locales, para pasar sus productos a través de las cadenas de suministro hasta llegar a los negocios de venta al público. Y los responsables de estas maniobras, por ignorancia o apatía de la ciudadanía, actúan con total impunidad.
Discriminar los productos de calidad inferior demanda experiencia técnica y equipamientos que, por lo general, exceden las capacidades financieras de muchos países en desarrollo. Pero hay medidas más económicas que pueden tomarse: por ejemplo, incluir en el envase de los medicamentos un número de teléfono oculto que aparezca al rasparlo y al que los consumidores puedan llamar para verificar que el número de lote del medicamento que tienen en sus manos corresponde a un producto auténtico. Sin embargo, aunque esto es útil para descubrir medicamentos falsificados, no sirve para diferenciar productos de mala calidad o deteriorados procedentes de empresas legítimas que no aplican los controles de calidad debidos y dejan esa tarea a los consumidores (a menudo, con alto riesgo para su salud).
De modo que es imprescindible desarrollar nuevas tecnologías de detección que sirvan para los países pobres y que complementen los sistemas actuales (como el uso de códigos de barras). Estas tecnologías deben ser capaces de analizar los medicamentos en todas sus presentaciones (polvos, comprimidos, cápsulas o jarabes) y discriminar sus diferentes niveles de calidad (no simplemente distinguir la basura del medicamento auténtico). Deben ser tecnologías sencillas, económicas, adaptables y escalables, y deben ser utilizables en todas las etapas de la distribución, ya sea en la aduana, en el hospital o en una aldea remota.
Pero la tecnología sola no basta. Es necesario que los reguladores, los hospitales y las autoridades a cargo del control de seguridad de los medicamentos se hagan cargo del tema, en vez de descargar la responsabilidad sobre los ciudadanos (a menudo, pobres y sin educación) que enfrentan un problema de salud de sus seres queridos.
Encontrar soluciones nuevas y sostenibles demanda encarar al menos tres iniciativas. En primer lugar, alentar la innovación mediante el otorgamiento de becas de investigación que sostengan todo tipo de proyectos, desde los más pequeños hasta los de mayor escala (por ejemplo, campañas de lucha contra el VIH, la malaria y la mortalidad materna). Lo ideal sería contar con un organismo internacional que coordine y desarrolle todas las ideas y productos, y que se encargue de llevarlos del laboratorio al lugar donde se usarán.
En segundo lugar, debemos aprovechar la creatividad y el compromiso de los estudiantes jóvenes para que comprendan el efecto devastador que tienen los medicamentos de mala calidad y estén motivados para cambiar las vidas de la gente.
En tercer lugar, debemos usar los medios de comunicación. Así como el mundo pone el grito en el cielo cada vez que se descubre un cargamento ilegal de marfil, debemos lanzar campañas en la prensa, la televisión e Internet para denunciar a cada comerciante, funcionario o empresa a los que se atrape vendiendo o promocionando medicamentos de mala calidad.
Así recordaremos a los participantes de la industria farmacéutica una premisa fundamental: el activo más preciado que pueden tener no es un fármaco exitoso, sino la confianza de la gente. Si los fabricantes y vendedores de medicamentos no pueden proteger la salud de sus clientes, tampoco podrán proteger sus negocios.
Muhammad H. Zaman es director del Laboratorio de Dinámica Molecular y Celular en la Universidad de Boston. © Project Syndicate.