En lo sustantivo, mi vida ha sido una larga e irreversible genealogía de errores: cada uno ha engendrado al siguiente. ¿Que si me arrepiento de ellos? ¡Por supuesto! Desconfío de la gente que abomba el pecho y declara: “¡No me arrepiento de nada!”. Hay dos traducciones para esta bravata. Una: “Soy tan orgulloso, que carezco de la capacidad para admitir mis pifias vitales”. Dos: “Reconocer mis errores me resulta tan doloroso, que prefiero soltar una cortina de fuegos de artificio y asumir la postura del triunfador impenitente”. Ninguna de los dos me merece crédito alguno.
Yo soy un coleccionista de errores. Y los hay, en mi galería personal, que califican como auténticas obras maestras. Es muy posible que legue mi colección personal al Estado, para que este funde un museo, y la gente pueda pasearse entre mis valiosísimas series de gazapos, dislates y catastróficos yerros a su guisa. Es un proyecto que, a buen seguro, Malraux, autor de El museo imaginario, hubiese acogido con entusiasmo.
En mi colección, hay errores trágicos, grotescos, risibles, insólitos, imponentes como murales… ¡Cielo santo, ahora que lo pienso, los hay que deberían estar en el Louvre! Tal es mi secreto: construyo mi museo y me dedico a contemplar mis errores. Desde el momento en que se convierten en cosas objetivas, externas a mí, y puedo observarlas como cualquier espectador, me mueven a la risa, y mi vida se convierte en una dulce travesía del humor.
El autor es pianista y escritor.