No tengo ascendencia chilena. Ni siquiera amigos cercanos de ese país. Pero en mi oficina el único cuadro es “Lágrimas de sangre”, que el artista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín pintó en 1973 para evocar las muertes de los chilenos Salvador Allende, presidente, Pablo Neruda, poeta, y Víctor Jara, trovador. Mi programa favorito es la teleserie chilena “Los ochenta, más que una moda” y me emocioné muchísimo cuando, hace tres años, Michelle Bachelet dio una conferencia magistral en el auditorio del TSE. Ignoro la razón, pero guardo un afecto especial por Chile.
Fue en el otoño del 2008 cuando estuve con mi esposa en Santiago. Una mezcla de tristeza y esperanza fue lo que sentí de pie frente a la Moneda, a un par de cuadras de nuestro hotel. Hace 38 años, allí mismo, el ejército chileno bombardeó a su propio presidente. El crimen, perpetrado por los sectores más reaccionarios de la sociedad chilena, con la colaboración de Nixon y su Nobel de la Paz, Kissinger, dejó a las grandes mayorías de ese pueblo “llorando por el humo siempre eterno de aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno” (Silvio Rodríguez).
Ese 11 de setiembre de 1973 debe de haber sido un día de espanto. Tan trágico como el de hace 10 años en Nueva York. Por eso, en su sabia canción “Cita con ángeles”, Silvio Rodríguez endecha: “Setiembre aúlla todavía su doble saldo escalofriante. Todo sucede un mismo día gracias a un odio semejante. Y el mismo ángel que allá en Chile vio bombardear al Presidente, ve las dos torres con sus miles cayendo inolvidablemente”. De aquella felonía se enteró Neruda en su casa de Isla Negra, a la que, desde luego, peregrinamos en ese viaje. Un barco anclado en tierra firme, construido por él mismo con poderosos mascarones de proa, caracolas y botellas, diseñado para guarecerlo de odios y tristezas. Allí, su corazón viajero, siempre en sintonía con el de su austral Araucanía, acabó por romperse.
Crimen brutal. Junto a Costa Rica y Uruguay, Chile se había destacado en América Latina por tener una sólida institucionalidad democrática. Aunque los tentáculos castristas ya habían penetrado al Gobierno de Allende (que careció de la fortaleza del venezolano Betancourt para poner coto a Fidel), la Unidad Popular había arribado al poder por la vía constitucional y no conculcaba los derechos políticos de los ciudadanos. Por eso cuando hoy Sabina dice “pregúntale a los milicos qué hicieron en la Moneda” ( Violetas para Violeta ), todos sabemos la respuesta: un crimen brutal, una traición llevada a cabo con injustificada violencia e irrespeto a la dignidad humana.
Los golpistas instauraron una dictadura atroz, dirigida por un hombre tan mediocre como cobarde. Vi el ominoso retrato de su alma, captada por el mismo Guayasamín, en la Capilla del Hombre, en Quito, grafiteado con el apelativo “Pillo-Shit”.
El crápula, que de augusto solo tenía el capricho bautismal, convirtió a su pueblo en conejillo de indias de los Chicago Boys, estrujando al límite a la desmembrada familia chilena. Cayó cuando las urnas gritaron no en el referéndum de 1988. Luego tuvo que enfrentar las consecuencias de sus crímenes gracias a la valiente acción del juez español Baltasar Garzón, sobre la base del derecho internacional de los derechos humanos.
Si también sentí esperanza contemplando La Moneda, es porque en ese momento una mujer torturada durante la dictadura era presidenta; a la fecha el Estadio en el que fue asesinado Víctor Jara lleva su nombre; y Chile ha consolidado, nuevamente, una democracia republicana ejemplar.
Con la inteligente gestión económica de los Gobiernos de la Concertación (que superó el necio maniqueísmo latinoamericano entre neoliberalismo excluyente y estatismo ineficiente), Chile redujo como ningún otro país sus índices de pobreza y marginación social, y se enrumba a ser el primer país desarrollado de América Latina.
Por eso confío en que ese valiente pueblo sabrá solucionar los conflictos que hoy lo enfrentan.
Debería bastarles con echar un ojo a su pasado reciente para darse cuenta de lo mucho y valioso que han logrado desde 1990. Debería bastarles con darse una vuelta por las calles de América Latina para caer en cuenta de que, a pesar del déficit en accesibilidad de su educación superior (heredado del desaparecido malandro), lideran la región en la aspiración de construir sociedades más libres y más humanas.
Al pueblo de Chile, un abrazo lleno de admiración y respeto.