Jamás hubiera imaginado que un jefe de la burocracia carcelaria se atreviera a señalar a los jueces penales como los responsables del hacinamiento penitenciario de estos tiempos. “Los jueces están abusando de la prisión preventiva”. Semejante falacia no merecía el silencio de los políticos de los tres Poderes del Estado y mucho menos de los jueces.
La sobrepoblación penitenciaria no es un fenómeno reciente, ni desconocido por la Dirección General de Adaptación Social. Las últimas administraciones no han construido las cárceles que hacen falta, al menos para sacar de circulación a los delincuentes que atacan a diario a los costarricenses.
El anterior ministro de Justicia, en diciembre del 2010, reconoció que existía un déficit de espacios carcelarios del 23,6%. En el mes de octubre anterior ese faltante llegó al 33,4%. El origen del problema no está en la prisión preventiva aplicada con cuenta gotas por los juzgados penales. El frío no está en las cobijas. Simplemente hacen falta más prisiones.
La añeja crisis penitenciaria es conocida desde hace muchos gobiernos, por los mismos funcionarios que hoy pretenden curarse en salud y representa un foco, nada más, del colapso generalizado del sistema de control social.
Para percatarse del surrealismo imperante en esa dirección ministerial basta ver la nomenclatura que utilizan desde el siglo pasado: “Adaptación Social”, “Centro de Atención Institucional”, “Ámbito de Convivencia” y “privado de libertad”. Por favor, menos eufemismos. ¿Quién se adapta socialmente en las celdas costarricenses? ¿En qué se diferencia el CAI de San Sebastián de cualquier cárcel tercermundista? ¿Qué clase de convivencia existe en esas pocilgas con barrotes?
Sistema costoso. El costo de las cárceles debe ser comparado con el costo social de la delincuencia. Cuando los burócratas y los políticos al mando hablen claro y nos digan cuánto costaron los muertos y los lesionados en manos del hampa, así como los daños causados a la sociedad y comparen esa cifra con el monto de la inversión que reclama el sistema de control social y en especial las prisiones, podremos entender que prevenir y reprimir la criminalidad es un magnífico negocio para el país.
Hace más de un año advertí públicamente que un millar de condenados (con sentencia firme) a más de tres años de prisión, aún no estaban en la cárcel. El presidente de la Corte guardó silencio. La dirección del OIJ calló –a pesar estar al tanto de esa situación– y se negó a responderme. Ha sido el Ministerio de Seguridad Pública con su nuevo programa 800 SE BUSCA quien ha logrado la captura de algunas decenas de esos prófugos que ya están cumpliendo sus penas.
El doctor Max Paguaga, de la Asociación de Medina Legal, recientemente planteó un terrible dilema: “O se construyen más cárceles o se construyen más morgues”. Hoy por hoy, no hay más remedio, hay que construir las cárceles que faltan y prever las que serán necesarias a mediano plazo. La criminalidad se ha desbordado y así lo indican las mismas estadísticas judiciales, que dejan de lado lo más grave de la situación: el elevado índice del silencio judicial ante las víctimas y de impunidad y frustración social.
En el último decenio solo el 10% de las víctimas de la delincuencia recibió repuesta del Poder Judicial. El 90% de los casos penales no fue conciliado, no se aplicó ningún criterio fiscal, ni hubo juicio con sentencia. No pasó nada. Únicamente el 6% de las denuncias recibidas por el Ministerio Público, en ese mismo período, llegó a juicio: la mitad de los acusados fue condenada y la otra mitad fue absuelta. ¿Qué pasó en lo más alto de proceso? En términos más sencillos, la probabilidad de que un delincuente resulte condenado penalmente es del 3% y eso no quiere decir que necesariamente irá a la cárcel.
Desde 1998 el proceso penal costarricense está trabado. No funciona. No sirve. El sistema de control social (Policías, Ministerio Público, Administración de Justicia Penal y Sistema Penitenciario) está colapsado. La política criminal nacional es inexistente.
Las soluciones son muy simples, pero los políticos al mando de los tres Poderes, no tienen ningún interés en discutirlas, menos en aplicarlas. Veamos algunos posibilidades:
La víctima tiene que ser considerada como la figura principal del Derecho Penal y del Derecho Procesal Penal.
Los condenados extranjeros deben ser legalmente repatriados y podríamos hacer las reformas necesarias para aplicar en ciertos delitos la pena de extrañamiento
La prisión, como aquí funciona, no readapta a nadie, simplemente sirve para sacar de circulación a los delincuentes (sin descuidar los derechos humanos).
Las Policías deben asumir las funciones de prevención y represión que les competen, con los recursos financieros y legales que merecen. La plataforma policial debe funcionar de inmediato. ¿Qué ha pasado?
El Ministerio Público y la policía represiva deben salir del Poder Judicial y tener una estructura semejante a la Contraloría.
El Departamento de Medicina Legal y los Laboratorios de Ciencias Forenses deben conformar un instituto adscrito al Consejo Nacional de Rectores.
La Defensa Pública debe formar parte de la Defensoría de los Habitantes.
El quehacer tribunalicio debe orientarse hacia la justicia restaurativa.
Las imágenes del tugurio carcelario captadas por las cámaras de la prensa, en el tour mediático convocado hace pocos días por Adaptación Social, fueron impactantes y lamentables. Ningún ser humano merece esa vida.
Sería interesante que esos funcionarios invitaran a los periodistas a ver las tumbas de las víctimas, los rostros de los ofendidos y la miseria en que muchas familias han acabado después de un ataque criminal.
Hay mucho que hacer por la democracia, por las oportunidades para todos, por la justicia social, pero ahora se necesitan más cárceles. No hay duda. Hasta que inventemos un remedio mejor. No olvidemos que la cárcel no readapta a nadie, ni acabará con la delincuencia. El frío nunca ha estado en las cobijas. Ya basta de mitos.