Por definición, los cementerios son espacios de reposo de “ellos” y de recogimiento para “nosotros”. En la misma fila, ¿no le gustará que lo dejen “descansar en paz” como reza el voto piadoso? Tanto afuera como en Costa Rica esos lugares pueden ser motivo de escándalo. Horriza lo confirmado en Irlanda: en un terreno no sagrado y sin distintivo alguno, casi mil cuerpecitos de niños fueron escondidos, dados a luz por madres solteras.
El caso nuestro es “igual pero distinto”. Lo último porque se refiere a un terreno bendecido por el padre Francisco Calvo, en el siglo XIX. Los enterrados allí lo fueron, entre otros, por pobreza o por crimen cometido: a muchos varones, me los imagino calvos… pero no por eso pelados de condición de persona.
Para contribuir al debate en torno a un discutible proyecto de “desarrollo” de la Municipalidad de San José, comento que me asistió el triste deber de enterrar a un compatriota allí.
Con el chofer de mi embajada nos dimos a la tarea de completar lo que hizo un encargado del camposanto (¡santo!). Creo que fue iniciativa de él, don Jesús (q.e.p.d.), muy humilde y muy cristiano, que asumimos la labor y los gastos de ponerle al infeliz una cruz de madera y lindas letras algo góticas con su nombre: Jacques Mortier.
Desde luego, salvo que haya “concesión perpetua” (pagada y certificada jurídicamente), cabe remover esa osamenta después de cierto tiempo, pero concuerdo con el colega Freddy Pacheco que identifica el proyecto como “macabro”.
El cementerio Calvo no es ningún peladero.
El autor es educador.