RÍO DE JANIERO – Las demostraciones que sacuden a la sociedad brasileña canalizan un sentimiento generalizado: ¡ya basta! Pero, excepto en el caso de los agitadores profesionales, no hay odio en las protestas callejeras. En su lugar, lo que hay es una especie de cansancio impaciente.
Los brasileños están cansados de ser tratados brutalmente por el transporte público en las zonas metropolitanas del país; cansados de los hospitales espantosos; cansados de los escándalos de corrupción; y están particularmente cansados de la inflación, que ha regresado como una temida enfermedad para erosionar una vez más el poder adquisitivo de la gente y amenazar con el regreso de millones de personas a la pobreza, de la que habían escapado hace tan poco.
Es difícil estar en desacuerdo con los manifestantes. Sin embargo, hay muchos motivos económicos para preocuparse por las demostraciones.
Desde la implementación en 1994 del Plan Real , que redujo la inflación a niveles manejables, Brasil logró avances económicos y sociales extraordinarios. Los presidentes Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva ocuparon la presidencia ocho años cada uno. Durante esos períodos, lograron un rápido crecimiento económico con estabilidad de precios y una sólida posición fiscal. Su éxito elevó a una porción significativa de los brasileños pobres a la clase media y logró que Brasil se convirtiese en un destino atractivo para los inversores extranjeros.
Sin embargo, la situación actual está creando expectativas negativas. Para desalentar las protestas, el gobierno de la presidente Dilma Rousseff ha tomado medidas como subsidiar los precios de los combustibles y reducir los impuestos sobre la electricidad, los automóviles y los electrodomésticos. Intentó así afirmar que la inflación continúa bajo control. Pero todo Brasil siente el impacto que el creciente gasto público tiene sobre los precios. Si la meta de inflación oficial pierde credibilidad, el aumento de los precios se acelerará aún más.
El problema subyacente es que el modelo de crecimiento brasileño, que permitió a 35 millones de personas ingresar a la clase media durante la última década, está al borde del agotamiento. Los beneficios de ese modelo fueron la reducción del desempleo, un aumento del salario mínimo real y la ampliación del crédito. Eso creó su vez una fuerte alza en el consumo debido al rápido aumento del ingreso real (ajustado por inflación).
Pero el consumo está disminuyendo. Una encuesta reciente llevada a cabo por la Confederación Brasileña de Asociaciones Comerciales y de Negocios indica una disminución del 6,2% para este año. En marzo, los niveles de endeudamiento de los hogares treparon a un punto sin precedentes del 44% de los ingresos. Es probable que se verifique un crecimiento más lento y aumentos más modestos de los salarios reales, lo que revertirá las expectativas optimistas.
Mientras tanto, para la nueva clase media brasileña, los mayores ingresos han implicado mayores pagos de impuestos. Por lo tanto están dispuestos a defender con uñas y dientes su derecho a mejoras en sus niveles de vida, sobre todo porque ven al gobierno gastar mal sus aportes en estadios de fútbol y otros faraónicos proyectos de construcción.
De hecho, el poder adquisitivo de los brasileños podría reducirse aún más debido a la depreciación del real frente al dólar. Si el gobierno brasileño no ajusta la política fiscal, el tipo de cambio generará más presión inflacionaria debido al aumento en los precios de los bienes importados. La alternativa –un aumento en las tasas de interés– socavaría tanto el consumo como la inversión productiva.
¿Qué falló? Hasta hace poco los brasileños disfrutaban un rápido crecimiento de su PIB, pleno empleo, ingresos crecientes, diversos beneficios de asistencia social y reconocimiento internacional. El gobierno juró que la crisis mundial no alcanzaría al país. Ahora, el crecimiento del PIB se desacelera, la inversión cae, el déficit presupuestario se amplía y las cuentas externas se debilitan.
Un problema es que la insuficiencia de la infraestructura brasileña, que en gran medida refleja decisiones oficiales deficientes durante los últimos diez años, obstaculiza directamente un mayor crecimiento de la producción y el comercio. Por ejemplo, las autoridades priorizaron un proyecto de ferrocarriles de alta velocidad que ya ha excedido varios presupuestos y aún no supera la etapa de planificación. Mientras tanto, el sistema de ferrocarriles existente es tan precario que resulta imposible viajar en tren desde Río de Janeiro a San Pablo, Belo Horizonte o Brasilia. El sistema de salud pública es una película de terror. Con raras excepciones, las escuelas primarias y secundarias no preparan correctamente a los estudiantes para la universidad.
El gobierno de Rousseff enfrenta perspectivas sombrías. El lento crecimiento se ha visto acompañado por una pérdida de competitividad que condujo a masivas importaciones de bienes chinos, por ejemplo, y a una reacción proteccionista contraproducente. Los ambiciosos proyectos de inversión pública avanzan lentamente, cuando lo hacen, o son proyectos equivocados. Y ahora los brasileños han salido a la calle a exigir cambios.
Como dijo el economista y ex presidente del Banco Central del Brasil, Afonso Celso Pastore, “Rousseff y sus ministros sencillamente no creen en las recetas ortodoxas”.
El problema es que no parecen tener una alternativa viable.
Luiz Felipe Lampreia, exministro de Relaciones Exteriores del Brasil (1995-2001), se desempeña ahora como vicepresidente del Centro Brasileño de Relaciones Internacionales (CEBRI) y presidente del Consejo sobre Asuntos Internacionales de la Federación de Industrias de Río de Janeiro (FIRJAN). © Project Syndicate.