Se están cumpliendo en estos meses doscientos años del nacimiento de Richard Wagner (1813-1883), el más grande músico del siglo XIX después de la muerte Beethoven, ocurrida en 1828.
Son numerosas las aportaciones de Wagner a la historia de la música, pero conviene destacar las más esenciales.
Logra una conexión sustancial entre las artes, sobre todo la literatura y la pintura, a través de un proceso analógico con la música. Alcanzó por primera vez una visualización del sonido y una sonorización de las formas visuales. Es un intercambio y transfusión de elementos sensoriales. Esto es lo que se denomina “sinestesia”: transducción y analogía de un campo a otro de la realidad y la sensibilidad. Esto implica uno de los brotes creativos y audaces de la técnica y estética musicales.
La de Wagner es una música ambientalista, atmosférica, descriptiva de amplísimos espacios, colosales escenarios y grandiosidad orquestal que llega en algunas arias a la acumulación estridente de arpegios. Estos lanzan sus saetas hasta el infinito y al mismo tiempo hincan sus raíces en la planicie telúrica. Es un dinamismo desaforado que corresponde al temperamento insatisfecho del compositor. En el amor como en el arte, Wagner se propuso metas inalcanzables. De ahí ese estallido de acordes portadores de todas las fuerzas de la naturaleza en una complejidad polifónica que implica más tecnicismo que inspiración en algunos momentos de la orquestación.
Más pasión que reflexión. Su optimismo artístico, con más pasión que reflexión, no alcanza el verdadero dramatismo que exigen los textos del drama musical. En su extraversión espiritual, la intimidad romántica y trágica de Beethoven se diluye en las vaporosidades cósmicas. Es, pues, un romanticismo tardío, tan frío como las singladuras sidéreas, las espumas etéreas. En los entresijos de su música se escabulle de la subjetividad trágica el fatalismo dramático, equívoco, ambiguo entre lo divino y lo humano, el allende y el aquende del destino.
La búsqueda de una solución que trascienda el precario horizonte humano fuera de la subjetividad le coloca en una transición terminal del romanticismo al neoclasicismo. Es una música de extraversión que acredita y fundamenta un nuevo ciclo histórico. La distancia entre Beethoven y Wagner es de 43 años. En 1770 nace el coloso de Bonn y, en 1813, el precursor del impresionismo de Claude Debussy. Este consideró siempre a Wagner como su antecesor inmediato. El filósofo Nietzsche, por intrigas personales, calificó la música de Wagner –su antiguo amigo- como decadente y degenerativa. No advirtió que la decadencia estaba en la inspiración de una nueva época, en la cual el romanticismo puro era ya inviable. La música de Wagner se clasifica hoy como un neoclasicismo y es una de las más grandes creaciones del arte integral.
Escuchando los dramas musicales de Wagner, siempre nos hemos sentido azorados, un tanto ajenos al drama mismo y al aciago destino de sus personajes. Nos cuesta identificarnos con su trágica existencia. Su estética da entrada a los elementos cósmicos y teológicos. Esto no es decadencia, sino genial extraversión espiritual.