A finales de los años 40 del siglo XX, una no tan novedosa Constitución Política diseñó una nueva arquitectura para el Estado, después de un rápido crecimiento y de que se habían agregado nuevas funciones en materia de seguridad social, regulación de derechos laborales, producción agropecuaria y vivienda, entre otras, a un viejo andamiaje liberal.
Los derechos electorales y el respeto a la voluntad popular habían sido impuestos ya por reformas que quitaban la administración de las elecciones al Poder Ejecutivo (1946), pero sobrevino la guerra civil, dada la anulación de las elecciones presidenciales hecha por el Congreso, en 1948.
Dos aspiraciones de cambio empujaron lo nuevo con gran fuerza: una, originada en la reacción propia de un Estado con más atribuciones, sin mayores controles ciudadanos y una corrupción escandalosa; la otra se sustentaba en la necesidad de modernizar el país y el aparato público, con una gestión que tuviera más límites y controles y que pudiera desarrollarse con visión de desarrollo institucional a largo plazo, alrededor de objetivos propios.
El diseño fue sencillo: un Gobierno Central débil, potentes y modernizadoras instituciones descentralizadas con diferentes alcances de su autonomía, desde la independencia de la Universidad de Costa Rica hasta autonomías menores de administración.
Este diseño incluyó un órgano de control con amplias atribuciones, auxiliar de la Asamblea Legislativa. Los presupuestos del Gobierno Central quedaron bajo aprobación directa del Congreso, los del aparato descentralizado solo indirectamente, pues la Constitución delegó este control en la Contraloría General de la República.
Y así pasaron las décadas, una tras otra. El Ejecutivo hoy presupuesta poco más de un tercio del gasto público; las descentralizadas gastan casi el resto, pues una pequeña proporción es municipal. La Contraloría ha recibido crecientes competencias, que se traducen en controles, no tanto en mayores recursos.
Las autonomías dispararon las diferencias entre instituciones; algunas se modernizaron, desarrollaron sus competencias para, por periodos muy extensos, planificar a largo plazo y obtener logros y repercusiones; otras, simplemente no arrancaron, o lo hicieron muy pobremente.
Como conjunto, aportaron al país un tiempo de progreso, crecimiento y desarrollo de instituciones políticas, hasta que aguantó.
Pero los controles no consiguieron detectar la corrupción y la maraña de decisiones autónomas fortaleció las brechas en salarios, capacidades, manejo de riesgos y, por supuesto, desempeño y resultados. También fueron fuente de las enormes dificultades para articular las acciones; ni siquiera fue suficiente para evitar la destrucción recíproca de esfuerzos (baste con recordar cómo un arreglo posterior termina por lesionar una obra recién construida por otra institución), pues el diseño de coordinación resultó espurio.
Este diseño, conocido como 4-3, expresó la voluntad de repartir entre los del bipartidismo las cuotas de poder en las juntas directivas de las instituciones con grados de autonomía, lo que también resultó muy inapropiado para imprimirle direccionamiento y racionalidad sustantiva a las instituciones, salvo contadas excepciones. La presencia de partidarios, simpatizantes y favorecedores de partidos solo sentó las bases de los nuevos problemas.
El autor es economista.