Es bueno ser caminante. Y es dichoso quien asciende por las serranías, el que aspira la humedad de los bosques y adora los tucanes en vuelo... a veces. A veces no.
En muchos parajes, el volcán Arenal tiene un aire de tierra primitiva: así fueron los primeros días del mundo que la vegetación se esfuerza por vencer con pequeños brotes. A la derecha, arriba, el cono retumba, se desprenden rocas por el pico, entre nubes quedas.
Desciendo por las gradas, algo insólito entre los cascajos y pedregones que produjo la actividad volcánica hace unas décadas, y me adentro en el bosquecillo secundario que me separa de la entrada al parque. Camino por el sendero, precediendo a cuatro colegas, dos de ellos enamorados que por mirarse no miran por dónde van. El aire se ha cargado de sombras bajo los bellos árboles.
No he visto animales, aunque ahí suele haber cariblancos y congos, los monos más capaces de adaptarse al deterioro ambiental de Costa Rica. A nuestro paso se eleva un ceibo imperial, majestuoso, digno de los dioses, si los hay, e indigno de los depredadores humanos, que sobran sobre la Tierra.
Tendrá cien, quinientos o más años de hincar raíces y observar los delirios del volcán sin inmutarse. Si existen los milagros, este es el más grande.
Después ocurrió lo que no hace dichosos a los caminantes. Estaba al lado del camino, sobre una hoja, donde se traslapan el lastre de piedra volcánica y el suelo de hierbas y hojas mustias.
Mientras revisaba los bastones de una colega sin detenerme, no sé por qué instinto animal me volteé y miré hacia adelante, hacia abajo, y la pillé a medio metro. La vi cuando ya tenía el cuerpo en forma de ese, la cabeza hacia adelante.
Por primera vez en mi vida me encuentro al alcance de una mano de piedra en su medio natural. Si hubiese apurado el paso, si la serpiente no me hubiera ocupado el foco visual en el instante preciso, le doy un puntapié y, en revancha, no quiero pensar cómo habría respondido por el atropello a su dignidad animal.
Esta dignidad venenosa se llama en latín científico Atropoides picadoi. Como reza la descripción escolar, mide en promedio unos 90 cm y se caracteriza por ser muy gruesa en relación con lo largo del cuerpo, lo que explica el nombre común que le ha dado el habla popular. También se destaca por los diseños romboidales en la espalda, oscuros sobre fondo claro. Este rasgo le permite camuflarse entre los tonos pardos del suelo caribeño, en llanura y montaña, casi siempre húmedo.
El azar quiso que la sorprendiera así, dispuesta al ataque, un segundo antes de dar el último paso del último domingo de caminatas. Aún me chilla la imaginación evocando ese instante que no ocurrió.
Ahora lo cuento, sano y salvo: caminar por las faldas del Arenal entre los pedregones de lava es una experiencia... única, no solo por haberme maravillado ante la silueta imponente del cono entre las brumas.
Curiosa coincidencia: por un día erré el despertar de su vientre y por un segundo no me atravesé en el camino con quien no debía. El lunes recomenzaron los derrumbes y las erupciones. No fue culpa de la serpiente, desde luego, pero la naturaleza tiene sus designios. Los caminantes podemos ser felices con ella, a pesar del riesgo.