Hoy pensé que moriría entre mis brazos. En estos ya más de dos años, han sido muchas las noches en que un sonido de alas batientes me despierta; es su cuerpo, brincando, retorciéndose en su cama. Luego, viene el gemido suyo y el llanto de las dos.
La alzo, la abrazo y le pido a ella, queriendo también pedirle a Dios, que respire; que, por favor, respire. Los minutos se me hacen una eternidad. Sus ojos perdidos y vidriosos, su cuerpo rígido y un apretamiento de dientes al máximo avivan mis ruegos: ¡Respire!
Karina, compañera solidaria, no deja de ser psiquiatra y pretende consolarme recordándome que así son las fases de la epilepsia y que nada de lo que sucede está fuera de lo descrito para la crisis convulsiva. Pero los dolores del corazón y del alma no son racionales.
Cuando parece que todo ha pasado, reaparece otra; una que vaga sin rumbo por la casa, que golpea torpemente los objetos y, aun así, camina sin cesar, hasta que, cae finalmente en un profundo sueño.
El tiempo me devuelve al rato a la perrita que una noche de julio se cruzó en nuestro camino para llenarnos la casa de alegría e integrarse como una más de la familia.
Tal vez la epilepsia es su forma de recordarnos nuestra común fragilidad de seres vivos y de hacernos ver que en medio del dolor también crece el amor.
La autora es odontóloga.