“…era un príncipe. Tenía la soltura de un lord inglés y la impertinencia de un periodista libre” escribió hace un mes la revista francesa Le Nouvel Observateur sobre un colega recién fallecido. Las palabras le calzan a la perfección a Andrés Sáenz, a quien traté como compañero de trabajo durante dos décadas, admiré como crítico desde siempre y querré como amigo, hasta donde me alcance el querer.
En público, como crítico de teatro y de música culta, Andrés hizo de la provocación intelectual un estilo de vida. En privado, fue elegante, reservado y discreto, consciente de que su arte no estaba al servicio de la vanidad personal sino de los demás.
De sus años ingleses no solo guardó una amistad con Anthony Hopkins, de la que nunca presumió, sino un talante liberal para la polémica.
Durante 35 años, “con la constancia de un cobrador de impuestos y la precisión de una mira telescópica”, como escribí en otro lugar, combatió la Sociedad de los Elogios Mutuos (SEM), con la que se enmascara la mediocridad en un país endogámico como el nuestro, y las pretensiones superficiales y mediocres de una parte del medio cultural, al tiempo que valoró el trabajo consistente, la exploración rigurosa de formas artísticas y la verdad desnuda del hecho teatral.
Si bien su trayectoria impresionante puede ser vista como “la perversidad de la insistencia”, por quienes se molestaron con él, sus casi 570 críticas recopiladas en cuatro volúmenes hablan por sí mismas, y aunque tratan de la más efímera y fugaz de las artes, ahora están en manos de la posteridad. Y son indispensables para entender lo que ha sido la práctica artístico-cultural en Costa Rica, desde 1980.
Fue uno de los más brillantes escritores humorísticos de la prensa costarricense en el último cuarto del siglo pasado. Sus comentarios, recogidos en libro, dejan de ser fotografías aisladas para convertirse en una película, en una línea de tiempo, en una unidad de sentido. Bajo la luz de la perspectiva histórica, estas críticas siguen siendo controversiales, por supuesto, pero también equitativas y justas con artistas y creadores que antes, a partir de otros espectáculos, habían sido valorados negativamente.
Andrés nunca se tomó demasiado en serio a sí mismo, pero sí a su trabajo. Con su humor inglés, agudo e incisivo, siempre se mostró autorreflexivo hacia la función de la crítica artística y su impacto sobre el gusto popular.
En la edición cotidiana de sus artículos, cuidaba los mínimos detalles para el lector común, desde el más inofensivo adjetivo –que en su poder dejaba de serlo- hasta la selección de la fotografía y la identificación de los protagonistas, para no hablar de sus títulos de antología. Sus libros, por el contrario, se enriquecen con fechas, índices onomásticos y referencias cruzadas que orientan al especialista.
Si esto no es amor al arte, no sé lo que es...
Andrés amó su trabajo hasta el final, con una pasión lúcida y contenida que contagió a todos sus amigos y lectores, pero por encima de todo amó los escenarios. Y desde la soledad de la escritura les rindió homenaje.
Hizo de la crítica una de las bellas artes y de la vida una forma de reflexión crítica.