Abrimos los mercados, pero no globalizamos la eficiencia de los procesos de regulación agropecuaria, lo cual se asemeja mucho a un suicidio económico. Veamos por qué.
Una ley de recurso hídrico, cuyo texto sustituido completamente diferente al que se publicó y presentó por iniciativa popular fue aprobado en primer debate, amenaza con inhabilitar el uso de gran cantidad de tierra, especialmente de pequeños y medianos productores.
La redacción del texto esta basada en criterios de funcionarios públicos y de una Dirección de Aguas con serios atrasos pero que sigue sin ser intervenida.
La guerra mediática contra la biotecnología, dirigida a aterrorizar a los ciudadanos y a satanizar la ciencia en vez de proponer custodiarla y aprovecharla, nos atrasa para elevar el potencial genético de la producción. En contraste, otros países de la región avanzan y mejoran sus economías agrícolas.
En años recientes, tuvimos que salir a la calle acompañados por más de 30.000 productores para detener un fuerte intento de elevar a niveles residenciales el impuesto territorial a la tierra agropecuaria.
El problema se resolvió favorablemente, pero sigue sin concretarse un censo agrícola en línea, útil para la planificación de las siembras.
Las insistencias de convertir al Minae en un superministerio con responsabilidades que descansan ya en otras instituciones obliga a la defensa del sector con gran desgaste en tiempo y recursos que podrían dedicarse a producir.
No estamos en contra de ese ministerio, pero sí a favor de una agenda nacional ambiental que incorpore de manera transparente y no a última hora al sector agropecuario.
Cosechas onerosas. Las fuertes restricciones al uso del suelo agropecuario, por jurisprudencia y por regulaciones, acompañadas de interpretaciones ambientales nuevas y subjetivas, favorecen la urbanización del campo y encarecen las cosechas.
Las parcelas agrícolas se convierten en residencias con lotes de cinco mil metros, y con el paso del tiempo se permite que luego se dividan en lotes de menores dimensiones. Así se pierde el terreno que debió servir para asegurar la capacidad productiva del país.
Traba. Desde el 2004, estamos sujetos a una regulación que vuelve casi imposible el registro de agroquímicos de nueva tecnología y disponer de genéricos de calidad. Por lo tanto, los productores agrícolas no tienen opción para contar con productos más avanzados, más eficientes, con menor impacto sobre el ambiente, que bajan la carga química al surco y que, por la sana competencia, disminuyen los costos.
Estamos en inmensa desventaja competitiva con el resto de Centroamérica y los países que exportan a los mismos terceros mercados que nosotros.
Esta parálisis regulatoria es como si desde inicios de este siglo hubiéramos bloqueado el registro de nuevas y modernas vacunas humanas exponiendo a los ciudadanos a graves riesgos de epidemias.
Algunos de nuestros sectores han sido grandes ganadores de la apertura comercial. Sin embargo, la producción agrícola es una sola y tiene dos únicos destinos: o la consumimos o la exportamos. Es aquí donde también se sufre el acoso de una deficiente administración de los tratados de libre comercio por parte de las aduanas, ministerios e instituciones.
Muchos fallan en el acompañamiento, pero incrementan requisitos y trámites, lo cual abruma al productor con una maraña regulatoria y de trámites que, desincentiva la inversión, causa desempleo y quiebra empresas.
Luego se nos acusa de no ser competitivos frente a importaciones agrícolas a precio de frontera. Se olvida que la mejor defensa para el consumidor nacional ante prácticas abusivas de intermediarios, es contar con producción local, aunque sea parcial por cultivo.
Lo más grave es que nadie propone reformas integrales, nadie fomenta la coordinación interinstitucional, para citar dos medidas que no requieren de más presupuesto, solo de voluntad política. Bloquear la producción agrícola es ir contra la seguridad alimentaria y el potencial exportador, lo que deriva en abandono de tierras y migración del campesino a la ciudad.
Esto destruye no solo nuestra vida cultural rural sino también causa gran dolor en los cinturones de pobreza e incrementa los riesgos por delincuencia en la Gran Área Metropolitana. Es como si se tratara de una reforma agraria al revés.
Los productores agropecuarios trabajamos con la tierra y el agua, conocemos muy bien las realidades de la naturaleza, y por eso cuidamos el ambiente. Primero, porque amamos lo que hacemos y, segundo, porque entendemos que si no custodiamos el campo no tendremos futuro.
Álvaro Sáenz fue presidente de la Cámara de Agricultura.