Desde hace décadas, nuestros recursos marino-costeros son expoliados por muchos, con la complicidad de nuestras instituciones públicas. Dije complicidad y lo repito. Por mandato constitucional, el Estado costarricense debe resguardar los mares –un área tan extensa que es diez veces mayor que el territorio continental–. Además, tiene obligaciones internacionales para conservar manglares y otros humedales y obligaciones legales para proteger algunas (poquitas) zonas marítimas. Sin embargo, casi nada de esto hace el Estado. De feria, el Incopesca es un ridículo: la entidad a cargo de regular el uso económico del espacio marítimo no tiene información adecuada sobre lo que está pasando ahí, ni le ha interesado tenerla. Tal debilidad es como a propósito.
Yo expolio, nosotros expoliamos. Nuestros mares han sido depredados por flotas que arrasan con todo lo que encuentran, pescando con técnicas prohibidas y en zonas ídem. Muchos barcos son de otros países, algunos dedicados al aleteo de tiburón, y nuestras autoridades le han hecho el tuerto a esta actividad. Además, en años recientes actores ilegales han empezado a campear en los mares ticos. Un indicador son las recurrentes avistadas de cargamentos de droga flotando en el mar. Con todo, hay que reconocer que en este tema, a diferencia del de la pesca, el Estado costarricense es más activo, empujado en eso por los gringos.
El despiporre se extiende a la franja costera. La administración de la zona marítimo-terrestre, en teoría un área de dominio público, es un verdadero desastre. En la práctica, esta zona está tomada por privados (algunos de los cuales han escriturado hasta mar adentro), hay construcciones de todo tipo en zonas prohibidas y destrucción de humedales por lujosos (o no tan lujosos) hoteles. Hay personas que se han apropiado de islas que en teoría son públicas y las usan para sus fines privados. Sobre esto, el Programa BID-Catastro tiene documentadas investigaciones hechas a pesar de la indiferencia y a veces enojo de municipalidades y del Instituto Costarricense de Turismo (un propiciador del desorden bajo la guisa de la atracción de inversiones) y la oposición de privados.
Por supuesto que hablo de las generalidades y, en esto, el diablo está en los detalles. Digamos que en medio del desorden de la zona marítimoterrestre, los privados casi que se autorregulan: cuando hay personas responsables, lo han hecho bien, pero cuando no, los vivillos y los dientes de oro bailan flamenco. Tenemos que volver a ver como país nuestros recursos marino-costeros: la indiferencia, más que un error, es un crimen.
Y, como dije, en ese crimen hay un cómplice.