Hoy por hoy, existen contradicciones muy serias sobre lo que pasa en el entorno ambiental, en relación con nuestro ordenamiento jurídico, lo cual nos conduce a cuestionar la eficacia de todo el sistema. Por ejemplo, tenemos Ministerios que están para defender el ambiente, pero no lo hacen; hay un aparato judicial miope que no conoce de ciclos vitales; también hay leyes que ordenan no contaminar ríos, pero vemos cauces llenos de chatarra y espuma.
Es así como nos preguntamos: ¿por qué, si somos un Estado con buenas leyes ambientales y con “políticas sostenibles” –así se publicita desde lo gubernamental–, la Administración no ha detenido esta crisis que ya alcanza niveles regionales y nacionales, en ciertos casos? Contrario a ello, todo se complica cada día más: piñeras que contaminan fuentes de agua; permisos que hacen del paisaje un entorno opresivo, etc.
El problema, a mi concepto, no se resuelve con solo hacer nuevas leyes, o despedir algunos funcionarios, o cambiar la Setena (Secretaría Técnica Nacional Ambiental). La verdad es que el caos viene no solo de aspectos formales, sino de problemas de fondo; es decir, estamos ante un conflicto
Desde los grupos de poder se ha presentado lo “sostenible” utilizando razones seudocientíficas que han sido instrumentos ideologizantes propagandísticos (por ejemplo, “Paz con la Naturaleza”), las cuales han fomentado el mito de que “lo mejor es el desarrollo sostenible”, sin que ni siquiera se sepa qué se entiende por esa expresión. Nos señala el filósofo Mario Bunge que “la ciencia social tiene un compromiso ideológico, promueve los intereses materiales de alguna clase social dada”; por ello, vemos que se han creado expectativas en conceptos irreconciliables, como lo son el crecimiento económico desenfrenado y la protección ambiental. Esto se debe a que el concepto “desarrollo sostenible” se presta para ser utilizado antojadizamente.
Los efectos los señala el ecólogo Eduardo Gudynas: “La disposición de recursos naturales está limitada; por ejemplo, la tecnología podrá ampliar los rendimientos de la agricultura, pero siempre se moverá con los 414 millones de hectáreas con las que cuenta el continente. De la misma manera, los ríos y arroyos de nuestras grandes ciudades poseen capacidades limitadas de manejar algunos contaminantes y ya son muchos los sitios donde han sido ampliamente superadas”. En otras palabras, no tenemos más espacio, pero a golpe de tambor estamos transformando los ecosistemas sin medir que existen límites reales y objetivos.
El sociólogo Eduardo Mora nos explica el porqué de lo anterior, al exponernos que el concepto de desarrollo sostenible obtiene su aplastante fuerza al apoyarse en metas sociales propias de la sociedad postindustrial en crecimiento y, a la vez, sustentarse en valores ecologistas opuestos a aquellos otros. Con ese juego conceptual nace el mito de la “sostenibilidad”, de que toda obra de expansión urbanística, agrícola o industrial, es viable aunque sean en sitios que afectan muchas veces irreparablemente la biodiversidad.
El concepto de desarrollo sostenible deberíamos incluso eliminarlo de nuestro lenguaje, pues tiene implicaciones diferentes para lo que en realidad quisiéramos. Según el economista Paolo Bifani, “... la expresión desarrollo sostenible, es un anglicismo: proviene de
Así pues, la expresión “desarrollo sostenible” nos induce a errores y falsas concepciones tradicionales positivistas del crecimiento económico. Ante ello, para hacer un parte aguas y tratar de generar modificaciones, proponemos distinguir el desarrollo sostenible – por la carga en su visión antropocéntrica– del “desarrollo
Se trataría de considerar el desarrollo como un modo de avanzar –aplicando lo que envuelve la definición inglesa– donde se materialicen principios del derecho tales como “el que contamina paga”, el precautorio (ante la duda de una autorización, nos debemos inclinar a lo más favorable al ambiente) o el de justicia pronta y cumplida, a efecto de preservar la biodiversidad y sus ciclos vitales de los que irremediablemente formamos parte. Con ello no se pretende impedir construir nada nuevo, sino que lo que se haga sea de verdad viable ambientalmente.