Nada hay de especial en el cumplimiento de cien días de gobierno. Sin embargo, Franklin D. Roosevelt y su programa de cien días para sacar a los Estados Unidos de la Gran Depresión inauguraron una tradición persistente. Roosevelt gobernó en circunstancias extraordinarias, por las dimensiones del reto, la profundidad de los cambios y el apoyo de que gozó en el Congreso y la opinión pública. En tres meses impulsó grandes reformas y así prohijó el hito de los cien días, desde entonces esperado y respetado con celo, sin importar las circunstancias.
El presidente, Luis Guillermo Solís, cumplió cien días de gobierno. Pretendía celebrarlos con una visita a la Asamblea Legislativa para rendir un informe sobre el estado de la Administración Pública, la obligación de “abandonar sin demora la ineficiencia de las instituciones, sus prácticas abusivas, eldespilfarro, la parálisis y la pésima gestión de la inversión estatal”. En fin, le animaba la sana intención de marcar el rumbo del Gobierno.
El mandatario no cuenta, como Roosevelt, con el apoyo consolidado del Poder Legislativo, pero la crisis institucional costarricense, si bien no puede compararse con la Gran Depresión, exige un debate abierto y la buena disposición de rendir cuentas. El mandatario no pudo hacerlo porque sectores de oposición, en especial la fracción del Partido Liberación Nacional, procuraron darle a la visita una fisonomía muy distinta de la original.
Solís pretendía hablar una hora, escuchar las réplicas de las nueve fracciones representadas en el Congreso y, luego, cerrar con su respuesta. La oposición insistió en incluir una sesión de preguntas y eso motivó el retiro de la solicitud planteada por el presidente.
El Gobierno objeta la sesión de preguntas por la posibilidad de que transformen el acto en un espectáculo político. No rehuyó el debate. La disposición de escuchar los comentarios de todas las fracciones lo demuestra, pero lleva razón el mandatario al temer la desnaturalización de la iniciativa por el intercambio de preguntas y respuestas. No se trata de una comparecencia ante una comisión investigadora de la Asamblea Legislativa ni tampoco de una interpelación.
El presidente debería tener acceso al Congreso, sin condicionamientos desmedidos, para informar al país, por medio de sus representantes electos, sobre el estado de los asuntos públicos y las propuestas del Poder Ejecutivo. Los diputados habrían tenido la oportunidad de replicar y nada les impediría continuar el debate en las sesiones siguientes, si esa fuera su voluntad. La discusión habría repercutido en los medios de comunicación para ampliar el foro a todo el país. Es, lamentablemente, una oportunidad perdida.
El informe será rendido, el jueves entrante, en el Teatro Melico Salazar. No habrá réplica de la oposición, salvo las declaraciones que, con toda seguridad, recogerán los medios de comunicación. Tampoco se cumplirá el establecimiento del sano precedente de la visita presidencial a la Asamblea Legislativa para tratar asuntos de particular importancia.
Exagera el mandatario cuando acusa al Parlamento de perder una oportunidad para “remozarse y convertirse en una casa para la construcción de acuerdos”. Una y otra cosa exige mucho más que la frustrada visita presidencial, pero no exagera al calificar el resultado de “lamentable”. El país se habría beneficiado de conocer el diagnóstico y los remedios de la Administración en la sede del cuerpo político establecido para dar marco a los grandes debates nacionales, y con la posibilidad de escuchar los puntos de vista contrastantes de las fracciones opositoras, expresados con la formalidad propia de tan solemne escenario.