Venezuela celebrará hoy unas elecciones cruciales, no solo para el país y sus ciudadanos, sino para el hemisferio en general, y con implicaciones que trascienden más allá de la región. Lo que allí pase nos concierne a todos; por esto, no solo exige la solidaridad de los demócratas latinoamericanos, sino, sobre todo, una actitud vigilante e inclaudicable de nuestros gobiernos frente a cualquier irrespeto a la voluntad popular, ya severamente condicionada por una sistemática campaña de obstáculos, represión y manipulaciones por parte del régimen de Nicolás Maduro.
Desgraciadamente, los hechos sobre el terreno generan un profundo pesimismo acerca de lo que podrá ocurrir, y también producen justificadas dudas sobre la real voluntad de una mayoría de los países del hemisferio para ponerse de lado de los venezolanos en su lucha cívica por la democracia y la libertad. Se trata de un momento crítico para América.
Formalmente están en juego los 165 escaños de la Asamblea Nacional venezolana, cuyos ocupantes serán seleccionados para los próximos cinco años. Sin embargo, lo que realmente se definirá es si el curso de la nación podrá enrumbarse hacia la paz, la reconciliación, la reconstrucción nacional y el respeto a las normas básicas de la democracia, o si sucumbirá finalmente a la dictadura abierta, la violencia y una creciente miseria.
El gobierno ha seguido un guion sistemático para burlar, desde los orígenes, el ejercicio de la voluntad ciudadana, lo cual implica impulsar esta segunda –y tenebrosa– opción. Su desarrollo tiene tres etapas.
La primera ha consistido en generar condiciones totalmente adversas a la oposición y favorables al oficialismo, con el propósito de privar a la primera de su capacidad para organizarse adecuadamente, escoger a sus líderes, difundir sus mensajes y movilizar a sus seguidores. Estas y muchas otras inaceptables maniobras fueron documentadas y denunciadas con demoledores detalles y rigor por el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, en una carta dirigida a la presidenta del mediatizado Consejo Nacional Electoral de Venezuela, la cual comentamos en un reciente editorial. En ella afirmó, tajantemente, que “existen razones para creer que las condiciones en las que el pueblo va a ir a votar el 6 de diciembre no están en estos momentos garantizadas al nivel de transparencia y justicia electoral”.
La voluntad de cambio de los venezolanos es tan fuerte, sin embargo, que ni siquiera el asedio permanente, el temor, el encarcelamiento arbitrario de dirigentes, la manipulación de distritos electorales y el uso masivo de recursos públicos para impulsar a los candidatos de Maduro y su grupo han logrado doblegar las intenciones de voto masivamente favorables a la oposición. Las últimas encuestas indican que, si se respetara el resultado, los opositores lograrían elegir, al menos, un centenar de diputados, con lo cual arrebatarían al oficialismo su control parlamentario.
Es ante esta posibilidad que el régimen ha puesto en marcha la segunda etapa de sus medidas antidemocráticas. Apunta a utilizar su control sobre el tribunal electoral para alterar los resultados que registre el sistema computadorizado de votos. Esto solo podría impedirse si hay absoluta transparencia y adecuados controles en el proceso de recepción y comunicación de resultados, lo que está en serio entredicho.
La tercera etapa es la que, con total desdén de la democracia y su propio pueblo, el presidente ha proclamado con retórica guerrerista. Si gana la oposición, ha gritado insistentemente, se “lanzará a las calles” con “el pueblo”. Léase, en realidad, con turbas armadas contra el pueblo, porque este es el que vota.
Cualquiera de los dos anteriores recursos generará un clima de extrema violencia, con consecuencias impredecibles, que, desgraciadamente, lo más probable es que oscilen entre el entronizamiento dictatorial o una acción castrense.
Aunque es poco lo que se puede hacer desde fuera para evitar estos extremos y acompañar eficazmente al pueblo venezolano en su titánica lucha por la democracia, los latinoamericanos tenemos el deber de tratar de ayudar lo más posible a su espiración. De nuestro gobierno esperamos, al menos, una declaración clara y vigorosa a favor de la pureza del sufragio, antes del domingo. Y si el irrespeto se produce, lo único realmente consecuente con nuestra tradición democrática –y la de otros países latinoamericanos– será una denuncia robusta, el retiro de nuestra embajadora en Caracas, la invocación de la Carta Democrática de la OEA y la gestión de acciones colectivas, en el marco de las instituciones hemisféricas, para imponer un alto costo a Maduro y sus secuaces por hundir totalmente a la democracia venezolana.