Tres décadas han pasado desde el último atentado terrorista en Costa Rica. A principios de los ochenta, la convulsión política centroamericana no podía dejar de repercutir en nuestro país. Los ataques fueron pocos y no tenían precedentes en años anteriores. Nuestra nación es pacífica y resuelve sus problemas de manera civilizada. La violencia política es anatema.
Por eso, resulta difícil explicarnos el criminal sabotaje de los puentes sobre el río Moín, en la ruta construida para comunicar la carretera a Limón con la zona donde se desarrolla la terminal de contenedores contratada con la empresa holandesa APM Terminals.
Los técnicos del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) no tienen dudas de la idoneidad del sabotaje para producir el colapso de los puentes. El riesgo para la vida e integridad física de los transeúntes es un hecho incontrovertible.
El sabotaje fue descubierto a tiempo para evitar una tragedia. La analogía con una bomba no detonada es evidente. Como es característico en los actos de terrorismo, sus perpetradores no podían adivinar la identidad de las víctimas. Podían ser trabajadores del megapuerto o conductores de las ochenta vagonetas que a diario acarrean materiales hacia la obra, pero, también, niños de la escuela de Moín cuyos microbuses transitan por la vía u otros ciudadanos que la utilizan por placer o trabajo. Los delincuentes trabajaron con determinación homicida. Sabían donde hacer los cortes necesarios para debilitar la estructura. Utilizaron equipos de acetileno transportados hasta el lugar, probablemente al abrigo de la noche, para cortar el metal en tres de los cuatro extremos de cada plataforma. Según los técnicos, la labor de sabotaje exigió al menos dos horas.
El ministro de Seguridad Pública, Gustavo Mata, describió los daños como “impresionantes”, Conavi cerró el camino y tardará tres semanas para completar la reparación. A partir de este momento, las estructuras tendrán vigilancia especial.
Pero es imposible descartar un nuevo ataque, en ese o en otro sitio, con métodos similares o completamente distintos. El absoluto menosprecio por la vida quedó demostrado, así como la voluntad de invertir notables esfuerzos en crear peligro, sin importar quienes puedan sufrir las consecuencias.
La amenaza persiste y solo la acción tesonera de las autoridades puede conjurarla. Los responsables del atentado deben ser detenidos y enjuiciados. Para lograrlo, la Policía no debe escatimar esfuerzos. Elevar la investigación a una altísima prioridad se justifica por la naturaleza del delito, la peligrosidad de sus autores y la necesidad de cortar de raíz manifestaciones de este tipo de violencia, tan rara como repudiada en Costa Rica. Los criminales y sus propósitos deben ser exhibidos para que la ciudadanía saque conclusiones.
Por lo pronto, los terroristas solo lograron dañar estructuras valoradas en ¢600 millones, clausurar temporalmente un camino y sembrar una nueva preocupación en el país. No se les debe dar oportunidad alguna de causar una tragedia.
A primera vista, el atentado parece estar dirigido contra el megapuerto, pero la perjudicada es Costa Rica y su reputación internacional. Si los terroristas hubiesen tenido éxito, el dolor por la sangre derramada habría eclipsado otras consecuencias que, sin embargo, serían graves. Nuestra imagen de nación pacífica y civilizada habría sufrido una lesión profunda, con repercusiones en áreas sensibles de la economía, como el turismo y la atracción de inversiones. Si fuesen costarricenses, los terroristas serían, también, traidores.