Tras un largo y complejo proceso, lleno de vicisitudes, tensiones y desconfianza, los Gobiernos de Irán, Estados Unidos y otras cinco potencias acordaron hace algunos días, al fin, el marco de un posible acuerdo definitivo y detallado para limitar el programa nuclear iraní.
No existen garantías absolutas de que los parámetros establecidos durante las complejas negociaciones, en las que también participaron Alemania, China, Francia, el Reino Unido, Rusia y la Unión Europea, se convertirán en un texto preciso antes del 30 de junio, fecha límite para su conclusión. Persisten, además, inquietudes sobre las interpretaciones y verdaderas intenciones del Gobierno de Teherán, sobre la capacidad de la comunidad internacional para verificar minuciosamente sus instalaciones y sobre las medidas que podrían aplicarse ante posibles incumplimientos. A esto se suman la oposición al acuerdo de varios sectores –sobre todo los más conservadores– en Irán y Estados Unidos, el rechazo del Gobierno de Israel y las inquietudes de Arabia Saudita y las demás monarquías del Golfo Pérsico, tradicionales aliados de Washington.
Todo lo anterior implica que aún existen amplios márgenes de incertidumbre y posibilidades de fracaso. Pero, al menos, los mecanismos diplomáticos han permitido dar un salto promisorio y de enorme importancia para alcanzar el objetivo fundamental: evitar el desarrollo de armas atómicas por parte de ese país, conjurar una posible carrera nuclear en la zona más volátil del mundo y abrir opciones para una cierta normalización en las relaciones con Irán.
Lo ideal sería que su gobierno cesara por completo el enriquecimiento de uranio y la producción de plutonio, que destruyera o enviara al exterior la totalidad de sus inventarios actuales de esos materiales y, todavía mejor, que desmantelara por completo las plantas procesadoras. En el mundo real, sin embargo, tales objetivos son imposibles de alcanzar. Ni siquiera la eventualidad de un ataque armado que destruyera sus centros más neurálgicos podría impedir su posterior reconstrucción, aparte de que desataría un conflicto de consecuencias inimaginables.
En la ausencia de tales resultados, lo más responsable es lo que se ha hecho hasta ahora: aplicar una mezcla de fuertes sanciones y el posible uso de la fuerza en circunstancias extremas, con un despliegue diplomático multidimensional, concertado, paciente y determinado. Fue gracias a este curso de acción, al que se sumaron el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), que, tras un agotador esfuerzo negociador de ocho días en Lausana, Suiza, resultó posible alcanzar el acuerdo marco.
Irán se comprometió, entre otras cosas, a reducir en dos tercios sus centrífugas y a no enriquecer durante al menos 15 años uranio por encima del 3,67%, un grado muy inferior al necesario para producir bombas; a convertir para uso civil una de sus plantas más temibles, y a aceptar un esquema de inspección que el presidente Barack Obama describió como “el más intrusivo” que jamás se haya puesto en práctica. En esencia, esto permitirá dar marcha atrás a su desarrollo atómico y crear condiciones para que, incluso si Teherán irrespeta el acuerdo, tarde alrededor de un año en desarrollar armas nucleares, tiempo suficiente para articular una respuesta.
A cambio de estas concesiones, se eliminarán paulatinamente, de acuerdo con un calendario que aún no ha sido establecido, las sanciones económicas desplegadas como reacción al plan nuclear. Sin embargo, no existe compromiso de desmantelar aquellas aplicadas, sobre todo por Estados Unidos, por el apoyo iraní al terrorismo o al desarrollo de misiles.
El plan no es el acuerdo definitivo y este tampoco eliminará en su totalidad los riesgos; además, no será un instrumento para limitar otras facetas de la política exterior iraní, como sus vínculos y cooperación con grupos terroristas y milicias en otros países, o su marcada hostilidad hacia Israel, desafíos que requieren otro tipo de iniciativas. Estamos, por esto, ante un “segundo óptimo” razonablemente bueno y que, si es respetado y verificado adecuadamente, no solo impedirá el surgimiento de otro país nuclear en el Medio Oriente, sino que, también, podría conducir a una reinserción de Irán en el sistema internacional, con positivas implicaciones para la estabilidad.