Durante los últimos meses, y con mayor intensidad desde la semana anterior, Brasil se ha sumergido en un torbellino político y económico de grandes proporciones. Aunque detonó por factores coyunturales de alto impacto, sus raíces se hunden en profundas causas estructurales y errores políticos de larga data. Salir del embrollo demandará un gran liderazgo, claridad de rumbo y responsabilidad de la presidenta, Dilma Rousseff, su gobierno y su partido, así como la acción constructiva de los principales actores políticos, empresariales y sociales. De lo contrario, el país podría precipitarse en un largo período de crisis, con perturbadoras repercusiones.
Tras la caída en los precios de los productos básicos de exportación, la economía ha entrado en recesión; se prevé que el producto interno bruto (PIB) decrecerá este año, al menos, en dos puntos porcentuales. La inflación está tomando impulso. El déficit se ha disparado como proporción del PIB. La inversión ha caído y el consumo interno está frenado. La renovación de la infraestructura está paralizada. La moneda, el real, se ha devaluado más de un 30% en relación con el dólar desde mayo del 2013. En medio de este oscuro panorama, se ha desatado una de las peores conmociones políticas en la historia democrática del país, que ha frenado la capacidad de decisión gubernamental y ha estimulado una incertidumbre generalizada. El país está ante una “tormenta perfecta”.
El hecho más espectacular en esta cadena de turbulencias se produjo el martes en la noche. Tras varios días de especulaciones, el fiscal general entregó al Tribunal Superior una lista de decenas de políticos de altos vuelos, presuntamente implicados en el multimillonario escándalo de corrupción de Petrobrás, la mayor empresa petrolera de América Latina, controlada por el Estado. Ninguna de las grandes formaciones políticas del país salió ilesa, pero el grueso del listado lo componen congresistas y senadores del Partido de los Trabajadores (PT), en el Gobierno, y del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), su principal aliado, al cual pertenecen los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, incluidos entre los posibles implicados.
La presidenta y su principal contendor en las pasadas elecciones, Aécio Neves, quedaron exonerados. Sin embargo, el golpe sobre Rousseff y su gobierno ha sido demoledor. Su legitimidad y capacidad de acción han sido severamente erosionadas, precisamente cuando son más necesarias para impulsar una serie de reformas legislativas indispensables para superar los enormes desafíos económicos y fiscales, y para convencer a la población de aceptar los sacrificios que se avecinan. Por lo pronto, los presidentes de ambas cámaras del Congreso, tras quejarse de presunta persecución política, han puesto en suspenso su apoyo a los cambios; una pésima señal.
El escándalo de Petrobrás se extiende, como cómplices, a las principales compañías constructoras de Brasil y sus más altos ejecutivos. Hoy, varias operaciones de estos conglomerados están virtualmente paralizadas y sus bonos, al igual que los de la petrolera, han perdido el carácter de inversión, lo cual, a su vez, amenaza la calificación de la deuda estatal.
Frente a un panorama tan explosivo, las tendencias económicas negativas se han acelerado. Su origen, sin embargo, se remonta a errores de apreciación, política y gestión económica por parte de Rousseff y su predecesor, Luis Inácio Lula da Silva. La excesiva intervención económica del Estado durante los gobiernos del PT, la falta de apertura del mercado interno, el abultado gasto público y la renuencia a dirigirlo hacia sectores verdaderamente estratégicos, y la apuesta a “campeones” industriales con inadecuada gestión, como Petrobrás, impidieron que Brasil aprovechara una década de altos precios en los productos primarios de exportación para mejorar su competitividad y diversificar su economía.
El país, por tanto, enfrenta dos niveles de crisis: uno coyuntural y otro estructural, que se alimentan mutuamente y serán extremadamente difíciles de resolver sin un verdadero cambio de rumbo. La buena noticia es que el equipo económico del segundo gobierno de Rousseff es mucho más competente y realista que el primero; la mala, que sus posibilidades de actuar dependen, en gran medida, no solo del apoyo de la presidenta frente a sectores “duros” del PT, sino, también, de la acción legislativa oportuna, precisamente cuando parece muy difícil. La esperanza es que, pasado el período de mayor escándalo, el Gobierno sea capaz de replantear su liderazgo e impulsar las reformas indispensables. Es algo que aún está por verse.