Solo 49 empleados públicos, alrededor del 0,01% del total, fueron calificados como “regulares” o “deficientes” en las evaluaciones de desempeño del 2015. Costa Rica goza de una burocracia cercana a la perfección, según las valoraciones hechas por la propia burocracia para decidir el pago de incentivos valorados en ¢806.000 millones.
Hay 24.134 empleados “excelentes”, 8.616 “muy buenos” y 759 “buenos”. Los “regulares” son 41 y solo hay 8 “deficientes”, pero esa rarísima distinción no los pone en peligro de perder el cargo, sino el beneficio salarial concedido a todos los demás, salvo los 41 regulares.
En suma, la Administración Pública está feliz con sus 33.558 integrantes incorporados al régimen de Servicio Civil, todos merecen el cargo y casi la totalidad se hizo acreedora, merced a los buenos servicios prestados, a una importante bonificación salarial pagada por el pueblo receptor de tan estupendas atenciones.
Ese cuento no lo cree nadie. Más bien resulta ofensivo para la ciudadanía, víctima frecuente del mal desempeño de la burocracia. Hay funcionarios de calidad, pero el resultado de las evaluaciones es absurdo y solo sirve para confirmar la desnaturalización de los supuestos estímulos al buen desempeño.
El incentivo pierde todo sentido cuando se le concede automáticamente al 99,9% de los empleados, como ha sido costumbre a lo largo de muchos años. Es un aumento salarial concedido anualmente a toda la planilla, con escasísimas excepciones y partiendo de una evaluación carente de rigor y honestidad. Los mejores funcionarios y los más indolentes reciben la misma recompensa.
La evaluación del desempeño no tiene consecuencias, es decir, no hay rendición de cuentas. Como los incentivos no son fieles a su razón de ser, las quejas del usuario carecen de importancia y los servicios son deficientes. El premio es para la mera permanencia en el cargo y todos los demás elementos del sistema son teatro.
Los encargados fingen evaluar el servicio al usuario, la eficiencia, calidad del trabajo, orientación hacia la obtención de resultados, productividad, planeación, compromiso y aprendizaje continuo, entre otros factores incorporados al remedo de evaluación. Es un papeleo caro y desmoralizador, porque nadie duda de la falsedad subyacente. Habría sido mucho más barato y sincero pagar el incentivo a los 49 funcionarios excluidos este año.
El sistema es indefendible y pocos lo intentan. Desde el presidente de la República hasta las fracciones más comprometidas con los sindicatos del sector público han manifestado, en una u otra ocasión, la necesidad de hacer una reforma. No todas esas manifestaciones son sinceras. Por eso el sistema subsiste, año con año, pese a las dificultades encaradas por las finanzas públicas y la baja calidad de los servicios ofrecidos por la burocracia estatal.
Desde hace meses, la Asamblea Legislativa estudia dos proyectos, uno del gobierno y otro de la legisladora liberacionista Sandra Piszk, para poner orden en los pluses salariales. Ambos contemplan modificaciones a la evaluación del desempeño para impedir la aplicación automática de las anualidades.
La propuesta gubernamental establece un primer examen para determinar si la institución cumplió sus metas. Si las cumplió, se haría un estudio similar en cada departamento y, si se constatara el cumplimiento, se procedería a la evaluación individual de los funcionarios. Solo habría incentivos para los empleados “buenos” de las instituciones y despachos cuyas metas se hubieran cumplido. El proyecto de Piszk es más simple y directo, pero la coincidencia en la necesidad de regular el tema es notable y conduce a preguntarse cómo y por qué subsiste un sistema tan costoso e injusto.