Los ciudadanos decentes tienen derecho a disfrutar el fútbol en familia, como ha sido tradición a lo largo de la historia del deporte nacional. La aparición de las “barras”, en muchos casos estimuladas por los equipos de Primera División, pone ese derecho en entredicho. Asistir al estadio no debe ser un riesgo.
El país ha tenido suerte, hasta ahora, de no verse en situación de lamentar una tragedia de grandes proporciones, como las sucedidas en otras latitudes, pero el incremento de la violencia y las conductas vandálicas en los estadios nacionales impiden ignorar las trágicas experiencias extranjeras.
El problema no es solo de la Fuerza Pública. Los clubes de fútbol y la Federación deben asumir una importante cuota de responsabilidad. Ningún partido de riesgo debe jugarse sin las condiciones necesarias de seguridad. En caso de duda, es preferible posponer la fecha y, desde luego, ante la evidencia de preparación insuficiente para enfrentar un brote de violencia, se impone la necesidad de suspender el espectáculo.
Así sucedió el domingo, cuando barras de la Liga Deportiva Alajuelense se enfrentaron, en el Estadio Nacional, con aficionados del Cartaginés. El partido terminó de jugarse ayer, en el mismo escenario y sin público en las graderías. Si bien la decisión de suspender el juego fue la más acertada y responsable, los mismos calificativos no pueden ser aplicados a la preparación del encuentro.
El equipo Cartaginés elaboró el plan de seguridad y se lo presentó a la Fuerza Pública para su aprobación. Las autoridades de la Unafut lo recibieron como bueno y, a la hora de los golpes, solo había una veintena de policías a mano para imponer orden a las turbas, pero estaban fuera del Estadio porque la seguridad dentro quedó en manos de 150 agentes de seguridad privada.
La Policía dice haber cumplido su cometido, porque en las afueras del Estadio no hubo altercados. Es poco consuelo, pues las tragedias relacionadas con el fútbol y las “barras bravas” suelen ocurrir dentro de los recintos deportivos, donde el riesgo es mayor precisamente por la aglomeración de personas en espacios cerrados. Importa impedir los desmanes fuera del Estadio, es cierto, pero dentro hay miles de inocentes, incluidos ancianos y niños.
Para los grupos de antisociales, la confrontación con las barras y aficionados de los equipos rivales es un deporte en sí misma. Todos lo sabemos de antemano y la imprevisión es cada vez menos justificable. El domingo, estampidas de aficionados atravesaron el Estadio de un punto a otro, algunos para ponerse a salvo y otros para entrar en la refriega. No había en el sitio el personal necesario para impedir atropellos y carreras, que en un recinto atestado de público constituyen un riesgo más allá de los enfrentamientos propiamente dichos.
No puede ser más obvia la ineficacia de las medidas adoptadas antes del partido. Es preciso mejorar la planificación de la seguridad. Los clubes de fútbol han hecho esfuerzos, con poco éxito, para identificar a los revoltosos con el fin de negarles el acceso a los estadios. Ni los tienen identificados a todos ni consiguen siempre impedir el ingreso a los delincuentes conocidos.
Para disuadirlos de hacerse presentes, no estaría de más estudiar la posibilidad de una reforma legal que permita a los jueces emitir órdenes de restricción cuyo incumplimiento sea sancionado con toda severidad. En esas circunstancias, la identificación de los revoltosos y su detección a la entrada tendrían mucho más sentido, no tanto por la pena impuesta a quien viole una orden de restricción, sino por el efecto disuasivo de esa sanción para otros.
Quienes ponen en riesgo, por malsana “diversión”, a niños, mujeres, ancianos y otros inocentes no deberían asistir a los estadios y demás espectáculos públicos. Su sola presencia en los alrededores debería ser un delito.