La crisis política, económica y social que golpea a Brasil con inusitada fuerza muestra una casi interminable gama de variables negativas. A la vez, ha puesto plenamente de manifiesto un factor positivo clave, que la encauza y muestra opciones de solución. Nos referimos a la solidez de su democracia y, en particular, su sistema judicial.
Los aspectos negativos resultan abrumadores. Por ellos, centenares de miles de brasileños protestaron nuevamente en las calles el pasado domingo. Sobraban razones para hacerlo. Las causas principales de la crisis hay que buscarlas en las acciones, distorsiones y omisiones de los gobiernos encabezados por Luis Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, ambos del Partido de los Trabajadores (PT). Pero la culpa es parcialmente compartida por varios dirigentes políticos de otras agrupaciones, opositoras o aliadas del Ejecutivo, que por mucho tiempo se desentendieron de sus responsabilidades con la gobernabilidad, y no han hecho prácticamente nada por corregir las enormes disfuncionalidades que afectan el sistema político brasileño, atrapado en un entramado de cacicazgos, feudos, clientelismo y oportunismo al que contribuye, en buena medida, su descentralizado sistema federal.
El escándalo de corrupción en Petrobrás, gigante de los hidrocarburos, alcanzó las desmesuradas dimensiones actuales, en profundidad y extensión, porque el control estatal sobre la empresa permitió convertirla en fuente de financiamiento de políticos y partidos (sobre todo el PT), mediante la manipulación de contrataciones poco transparentes estimuladas por la falta de competencia externa.
El desplome económico y la esperada contracción de al menos el 2% del producto interno bruto que se espera para este año, han sido impulsadas, en parte, por la caída en los precios de productos básicos de exportación. Pero han contribuido marcadamente la falta de competitividad de muchos sectores, generada por el proteccionismo; la baja inversión en infraestructura, salud y educación, y la ineficiencia de un aparato estatal en extremo oneroso. La bonanza de años recientes, generada por la demanda externa, fue desaprovechada en gran medida.
Durante la campaña para su estrecha reelección en enero de este año, Rousseff planteó una visión distorsionada de los hechos, que colapsó estrepitosamente tras llegar al poder. De inmediato, se vio obligada a impulsar medidas que antes criticó, y el desfase entre expectativas y realidades, sumado al escándalo de Petrobrás, que se gestó cuando la presidenta encabezaba su consejo directivo, condujeron al desplome de su popularidad y a su pérdida de influencia política.
La crisis de gobernabilidad originada por estos factores ha sido potenciada por la falta de mayoría oficialista en el Senado y la Cámara de Representantes, las salpicaduras de la corrupción en otros sectores políticos, la deserción de aliados críticos y una crisis generalizada de confianza. En estas condiciones, se ha dificultado el avance de las medidas económicas que, con un pragmatismo impuesto por la cruda realidad, decidió impulsar el gobierno.
En condiciones como las mencionadas, un eventual juicio político a la presidenta empeoraría la situación. Acrecentaría la incertidumbre y, de ser exitoso, no garantizaría que una nueva cabeza del Ejecutivo pueda afrontar mejor la crisis y generar las mayorías legislativas necesarias para hacer reformas de largo aliento. Al contrario, de una gobernabilidad en extremo frágil podría pasarse al caos.
A corto plazo, lo mejor es apostarpor que el sistema judicial siga trabajando como lo ha hecho; sepultar las amenazas de destitución a Roussef; apoyar las iniciativas económicas propuestas por el gobierno y buscar acuerdos políticos clave que permitan avanzar en competitividad, mejoras de servicios e inversiones públicas. Sin embargo, el verdadero potencial brasileño solo podrá alcanzar su plenitud mediante reformas estructurales de gran calado, que pasan por una mayor apertura comercial, reducción del intervencionismo estatal, eliminación de incentivos para los cacicazgos políticos, cambios internos en los partidos y una reorganización en las prioridades del sector público, hoy embotado e ineficiente.
La buena noticia es que, a pesar de enormes disfuncionalidades sectoriales, el músculo democrático brasileño se mantiene firme y ágil, y sus fiscales y jueces han dado ejemplo de independencia, iniciativa y persistencia. Si estas características se trasladan a otros ámbitos de la vida nacional, sobrarán razones para que el país salga fortalecido de la crisis. Pero nada lo asegura.