Con solemnidad digna de mejor causa, los proponentes del traslado de recursos del presupuesto nacional a las municipalidades invocan la obligación y deseo de respetar los mandatos de la Constitución Política, aunque implique caer en un abismo financiero cuyas profundidades fueron descritas con elocuencia por el viceministro de Hacienda José Francisco Pacheco: “Si tuviéramos que cumplir, llevaríamos el déficit fiscal del 5,7% al 8,7%. Entraríamos en números rojos, en los valores de los países de Europa que explotaron en crisis”.
Pero ahí está el artículo 170 de la Constitución, reformado en el año 2001 para ordenar, sin ambigüedades: “Las corporaciones municipales son autónomas. En el Presupuesto Ordinario de la República, se les asignará a todas las municipalidades del país una suma que no será inferior a un diez por ciento (10%) de los ingresos ordinarios calculados para el año económico correspondiente. La ley determinará las competencias que se trasladarán del Poder Ejecutivo a las corporaciones municipales y la distribución de los recursos indicados”.
La ministra de Planificación, Olga Marta Sánchez, admite el impacto sobre las finanzas públicas del traslado de recursos a los gobiernos locales, pero no lo dimensiona como sí lo hace el viceministro de Hacienda. Tampoco sabe de dónde saldrán los fondos para reparar la brecha en las finanzas del Gobierno central ni, en su defecto, cuáles programas podrían ser recortados. “Este es un tema que estamos viendo como el cumplimiento de una obligación constitucional”, declara la ministra… y punto.
En efecto, durante sus quince años de vigencia, el artículo 170 de la Carta Magna ha sido letra muerta, simple y sencillamente porque cumplirlo conduce a la ruina. Esa realidad se hizo evidente, por desgracia, después de aprobada la reforma del 2001, pero periódicamente los gobernantes intentan quedar bien con las municipalidades y ofrecen aplicar la norma constitucional con gradualidad, de manera que las repercusiones más graves se produzcan en futuras administraciones, no en la propia.
Es muy discutible si el actual gobierno, vista la crisis fiscal, está en condiciones de asumir siquiera su parte de los traslados graduales de recursos. Según la ministra, se trata de un 1,5% de los ingresos ordinarios a lo largo de los próximos tres años.
Es indiscutible, sin embargo, que la Constitución contiene otros mandatos en materia presupuestaria, todos orientados a imponer disciplina fiscal, pero no se cumplen. ¿Por qué nos sentimos obligados a respetar, con solemnidad y a rajatabla, una disposición ruinosa mientras ignoramos las establecidas para evitar una crisis como la actual?
El artículo 176 de la Constitución reza: “El presupuesto ordinario de la República comprende todos los ingresos probables y todos los gastos autorizados, de la administración pública, durante el año económico. En ningún caso el monto de los gastos presupuestos podrá exceder el de los ingresos probables. Las Municipalidades y las instituciones autónomas observarán las reglas anteriores para dictar sus presupuestos”.
“La Asamblea no podrá aumentar los gastos presupuestos por el Poder Ejecutivo, si no es señalando los nuevos ingresos que hubieren de cubrirlos, previo informe de la Contraloría General de la República sobre la efectividad fiscal de los mismos”, dice el artículo 179.
El artículo 180 añade: “El presupuesto ordinario y los extraordinarios constituyen el límite de acción de los Poderes Públicos para el uso y disposición de los recursos del Estado, y solo podrán ser modificados por leyes de iniciativa del Poder Ejecutivo. Todo proyecto de modificación que implique aumento o creación de gastos deberá sujetarse a lo dispuesto en el artículo anterior”.
La Sala Constitucional, con buena lectura de la Carta Magna, dejó sentado, desde la resolución número 6859-96, de las 14:42 horas del 17 de diciembre de 1996, que los gastos ordinarios deben ser financiados exclusivamente con ingresos ordinarios. Es decir que, según la jurisprudencia, “no es posible financiar gastos corrientes con recursos provenientes del endeudamiento público”, porque lo contrario violaría el principio de equilibrio financiero.
El presupuesto del 2015 se financió en un 47,2% con títulos de deuda. Los ingresos corrientes quedaron reducidos al 52,8% del plan de gastos. ¿Por qué es menos urgente, en la gravedad de las actuales circunstancias, respetar las normas constitucionales sobre disciplina fiscal y preferir la aplicación de un mandato conducente a la ruina? El solo hecho de vernos obligados a formular la pregunta explica en mucho el calamitoso estado de las finanzas públicas.