El Estado es el principal empleador del país y quizá el único incapaz de decir a cuántas personas emplea. El Gobierno Central tiene la estimación más precisa, unos 35.000, pero el cálculo del resto descansa en instrumentos como la Encuesta Continua de Empleo del Instituto Nacional de Estadística y Censos. El último dato, correspondiente al segundo semestre del 2013, apunta a la existencia de unos 295.000 empleos públicos.
La imprecisión, dice José Joaquín Arguedas, director del Servicio Civil, se debe a la “aparatosa fragmentación de la Administración Pública” y a la “ausencia total de rectoría política del empleo público, por la que hemos implorado desde hace dos décadas”.
Los dos factores son también la raíz de la diversidad de sistemas de compensación, evaluación de desempeño e incentivos. En conjunto, la dispersión produce graves distorsiones en detrimento de la Administración Pública y los servicios prestados a los contribuyentes.
La Contraloría General de la República encontró diferencias de entre 225% y 614% en la remuneración de cargos con idénticas funciones y requisitos. Comparados con los empleados del sector privado, los del Estado ganan, en promedio, un 49% más.
Augusto de la Torre, economista jefe del Banco Mundial, se mostró sorprendido porque Costa Rica es el único país latinoamericano donde los empleados estatales ganan más. Sin embargo, la comparación no es cierta en todos los casos. Si bien los funcionarios son mejor compensados en promedio, los de nivel técnico y profesional ganan, con mucha frecuencia, menos. En consecuencia, el Estado no es competitivo a la hora de reclutar talento de valor estratégico.
Si las distorsiones introducidas por los sistemas de compensación impiden reclutar al mejor personal para los puestos de responsabilidad, tampoco permiten compensar mejor a los peor pagados. La ley vincula los salarios de diversas categorías de funcionarios, de forma que los aumentos concedidos a los menos favorecidos benefician, con creces, a los más aventajados.
Los llamados “pluses” salariales, como las anualidades, dedicación exclusiva y carrera profesional, entre otros, magnifican las distorsiones.
En algunas instituciones, el pago de anualidades supera el monto destinado a los salarios base. Cincuenta y cuatro convenciones colectivas, en conjunto con disposiciones de otra naturaleza, siembran caos en el sistema de beneficios y lo extienden a materias como la cesantía y las incapacidades.
El resultado es un aparato estatal caro, ineficiente y ayuno de equidad. En los primeros nueve meses de este año, solo el gasto en remuneraciones (salarios y cargas sociales) representó el 34% de los egresos totales del Estado. Entre el 2006 y el 2012, el rubro creció un impresionante 84%.
En el marco de la crisis fiscal, es un imperativo poner coto a ese crecimiento, pero es aún más importante unificar la política salarial, calcular los ajustes por costo de la vida a partir del salario total y no del salario base, modificar el sistema de anualidades y limitar el pago de otros pluses.
Además del ahorro, la reforma debe orientarse a una mayor equidad. Para conseguirla es preciso quebrar el vínculo entre los aumentos concedidos a quienes menos ganan y los ajustes salariales para otras categorías de trabajadores, en especial los de la salud.
Los objetivos de ahorro y equidad deben ir acompañados, además, de un esfuerzo a favor de la eficiencia. El Estado debe estar en condiciones de competir por el mejor talento, y pluses como las anualidades deben estar vinculados con la evaluación del desempeño, en lugar de operar como aumentos automáticos. Para eso fueron creados y, en ausencia de verdaderos mecanismos de evaluación, pierden todo sentido.