Con la pompa y los festejos usuales en las ceremonias públicas de los Estados Unidos, el viernes asumió la presidencia Donald Trump. Fue una festividad cívica hermosa, pero ensombrecida por las protestas públicas alimentadas por las dudas y los cuestionamientos que acompañaron la carrera del mandatario hasta la Casa Blanca.
Sus partidarios, agrupados bajo la bandera del Partido Republicano, apuntan que su victoria fue clara y limpia, habiendo obtenido 306 votos del Colegio Electoral contra 232 de su contrincante, la demócrata Hillary Clinton. No obstante, Trump perdió la contienda del voto popular por 2,8 millones de sufragios.
Esa circunstancia, sumada a la intromisión cibernética de Rusia, constatada por las propias agencias de inteligencia norteamericanas, y la polémica revelación del FBI poco antes de los comicios sobre nuevos hallazgos –a la postre insustanciales– de posibles irregularidades con los correos electrónicos de Clinton, dan pie a cuestionamientos de la legitimidad de la victoria del nuevo presidente.
En el sistema norteamericano, en que cada Estado ostenta un número determinado de votos electorales, se han dado casos similares. En los comicios del 2000, el demócrata Al Gore ganó el voto popular frente al republicano George W. Bush quien, después de un tormentoso enfrentamiento que llegó hasta la Corte Suprema de Justicia, se adjudicó el estado de Florida y completó así, en forma estrecha, los votos requeridos para su victoria. En aquel momento, sin embargo, la retórica y la división política eran menos enconadas.
A partir de ahora, los asuntos de Estado deberían tomar precedencia frente a la rivalidad entre republicanos y demócratas. Trump necesitará la cooperación de sus opositores en el Capitolio y en el vasto aparato estatal para llevar adelante sus programas, pero muchas de esas iniciativas son, por su naturaleza, polarizadoras, como es el caso de la eliminación de la reforma del aseguramiento médico promovida por el expresidente Barack Obama.
Dada la retórica del candidato Trump en sus días de campaña electoral y aun a lo largo de la transición, el ahora mandatario deberá abocarse a enmendar diversos desatinos en el frente interno y también en el de las relaciones internacionales.
Aunque la nueva administración estadounidense no ha dado muestras de comprenderlo, nada sería tan urgente como restablecer y fortificar los vínculos con Europa, ya sea en el orden económico, como en la defensa de la OTAN, una alianza de vital importancia e incomprensiblemente declarada “obsoleta” por el presidente recién inaugurado.
También es preciso hacer votos por un replanteamiento de las anunciadas malas relaciones con México y mayor cautela en las tensiones con China, cuya exigencia de respeto para su carácter de nación unificada no es negociable, según repiten con insistencia las autoridades del gigante asiático. La colaboración de China será esencial para enfrentar el próximo reto de Corea del Norte, que no tardará mucho en ser planteado.
El desdén mostrado hasta ahora por el presidente hacia las amenazas que se ciernen sobre los gobiernos democráticos, sus palabras de apoyo para la desarticulación de la Unión Europea y las extraordinarias consideraciones para Rusia y su presidente siembran desconcierto en Occidente, donde el liderazgo de Estados Unidos en favor del orden liberal ha sido una constante. Es urgente despejar la incertidumbre, en el ámbito doméstico e internacional, si la gestión recién inaugurada va a resultar exitosa.