El 23% de las ganancias de la banca estatal, con excepción de Bancrédito, se destina a premios para estimular la productividad de los empleados. Esa es la realidad constatada por la Contraloría General de la República luego de analizar lo sucedido entre el 2006 y el 2012. Los beneficios dispensados a 12.000 funcionarios costaron ¢99.000 millones.
La Contraloría no encontró justificación técnica para los desembolsos y criticó su estimación basada en las utilidades netas de todo el conglomerado financiero construido en torno a cada banco, y no solo con fundamento en los resultados de la actividad bancaria propiamente dicha.
La respuesta de los bancos es sencilla: el compromiso de hacer los pagos figura en las convenciones colectivas. Directivos y administradores se limitan a cumplir los acuerdos. Aún más, en el Banco Nacional se declaran imposibilitados de acatar la orden de la Contraloría de pagar los incentivos con un tope máximo del 15% de las utilidades netas de los bancos, incluyendo en ese límite los costos asociados, es decir, las cargas sociales correspondientes al patrono. En ese banco, los incentivos se limitan al 15% de las ganancias, pero, cuando se les suman las cargas sociales derivadas del pago, alcanzan el 28%, es decir, unos ¢10.000 millones, en promedio, en los últimos años.
La orden de la Contraloría choca con las disposiciones de la convención colectiva y no puede ser aplicada, dicen los administradores, aunque afirman estar abiertos a renegociar el acuerdo cuando corresponda. A juzgar por el estudio de la Contraloría, la renegociación debió hacerse hace mucho tiempo. Mejor todavía, los privilegios nunca debieron ser incorporados a las convenciones colectivas.
Fuera de la existencia de los acuerdos laborales, en algún momento aceptados por sus directivos, los bancos argumentan que los incentivos mejoraron los resultados financieros y son práctica común en la industria bancaria. Sin embargo, no se trata de bancos comunes, sino estatales, cuyos propósitos y fines difieren del resto de la industria. Sus patrimonios tampoco son privados.
La distinción es importante porque, sin restar importancia a los esfuerzos desplegados a favor de la competitividad de la banca estatal, los generosos incentivos pueden desviar la atención de los propósitos de estímulo al desarrollo confiados a los bancos públicos, que son fundamentales para justificar su existencia.
Es dudoso, además, que los incentivos, pagados en tan generosa proporción, fueran fundamentales para la modernización de la banca pública en un ambiente de apertura. El avance de la banca estatal es visible, pero los primeros incentivos de esta naturaleza fueron aprobados en el Banco Nacional en 1997, cuando la institución ya había demostrado su capacidad de operar en un mercado financiero más abierto. En el Banco de Costa Rica, el sistema opera desde el 2005 y en el Popular fue adoptado en el 2009, apenas tres años antes del último periodo estudiado por la Contraloría para rendir el informe sobre los premios.
Por otra parte, todo el personal, no solo los responsables directos del rendimiento, tiene acceso al sistema de incentivos, y el Banco Popular, cuyas ventajas y protecciones especiales lo alejan mucho de de las condiciones en que opera el resto de la banca, también repartió premios.
Como se trata de sumas incorporadas al salario, los beneficios influyen en el cálculo de cesantía, pensión y otros extremos de ley, con lo cual, al final, los costos son todavía mayores. No hay razón para negarle a la banca estatal la posibilidad de estimular a sus servidores. La pregunta es si el sistema y los montos están justificados, más allá del hecho puro y simple de que están incorporados a las convenciones colectivas.