Tras la derrota de la Ley de Solidaridad Tributaria, es poca la viabilidad de una reforma fiscal ambiciosa. ¿Por qué no plantear, entonces, medidas puntuales aptas para producir avances? El impuesto al valor agregado (IVA) podría ser una de ellas. Si los opositores al plan fiscal coinciden con el Gobierno en la necesidad de mejorar la recaudación de impuestos –como lo aseguraron una y otra vez durante el debate sobre el fracasado plan fiscal– difícilmente podrían negarse a transformar el impuesto de ventas en IVA mientras la propuesta conserve idéntico porcentaje de tasación.
La única concesión necesaria sería la eliminación de exenciones para no romper la cadena de control. A cambio, conseguirían establecer un eficaz mecanismo de combate a la evasión, cuyos beneficios para el Estado superarían en mucho el valor simbólico del impuesto a las actividades hasta ahora exoneradas.
Para los bienes y servicios cuyo trato diferenciado se juzgue indispensable –ojalá pocos y escogidos con verdaderos criterios de impacto social, no por favoritismo político o demagogia– es posible establecer una tasa diferenciada, suficiente para conservar el control y no tanta como para afectar de manera decisiva la adquisición de los bienes y servicios protegidos.
El IVA crea una cadena de pago con incentivos para convertir a cada uno de sus eslabones en custodio del cumplimiento de las obligaciones fiscales del eslabón precedente. El vendedor cobra el IVA en toda transacción de bienes o servicios y se reembolsa el impuesto pagado a su proveedor. Las diferencias generadas a lo largo de la cadena son entregadas al fisco.
El mecanismo simplifica el control fiscal y dificulta la evasión. A eso se debe su adopción en gran número de países, incluyendo algunos de los más avanzados, como los pertenecientes a la Unión Europea, que lo tienen bien probado porque comenzaron a aplicarlo hace décadas.
El IVA y el impuesto de ventas comparten la característica de ser gravámenes sobre las transacciones de bienes y servicios, pero el primero es también un mecanismo de control fiscal cuya eficacia depende de no interrumpir la cadena, como lo hacen las exenciones. Sin exoneraciones, los ingresos generados por el IVA crecen conforme se expande el producto interno bruto (PIB). Con un mínimo de transacciones a las cuales se les aplique una tasa diferenciada, el efecto sería muy parecido.
El IVA ha sido acusado de regresivo, como todos los impuestos indirectos, pero en relación con las condiciones actuales, la regresión de un IVA con las características descritas estaría limitada al establecimiento de una tasa mínima para la educación y la salud privadas, además de algunos artículos de la canasta básica. A cambio, el Estado gozaría de ingresos muy superiores, provenientes del control sobre la evasión.
Esos ingresos retribuirían con creces el aporte adicional de los grupos necesitados, cuyos patrones de consumo, desafortunadamente impuestos por la escasez de recursos, los hacen participar en menor medida de la carga tributaria surgida del IVA y, al mismo tiempo, los constituye en merecedores de una participación mayor en los beneficios proporcionados por un Estado mejor financiado. Todo esto para no mencionar que es mucho más regresivo el aumento de un punto en la inflación o en las tasas de interés producto del desequilibrio fiscal.
Fijado en el 13%, el IVA, más que razonable, es bajo en relación con la práctica internacional. Chile, una economía tomada como punto de referencia en América Latina, cobra el 16%. Ojalá hubiera voluntad política para aumentar el porcentaje, pero si no existe, la discusión puede quedar pospuesta. La reforma sugerida no impide ni sustituye la necesaria revisión del impuesto sobre la renta y otras iniciativas de importancia pero, por lo pronto, el país no tiene por qué negarse la oportunidad de dar un paso hacia la modernidad.