En las prioridades gubernamentales para este año, las necesidades de las escuelas rurales –y por ende de sus estudiantes– ocupan uno de los últimos puestos. No de otra forma se explica que, para cumplir con las metas de austeridad, el Ministerio de Educación Pública (MEP), entre múltiples posibilidades a su alcance, optara por rebajar ¢2.000 millones de una partida que permitiría dotar de computadoras a 670 centros de primaria alejados del Valle Central, muchos de ellos unidocentes. La decisión mantendrá en la marginalidad, por otro año, a sus pequeños estudiantes, algo que va a contrapelo de elementales conceptos de equidad y de una adecuada política educativa y social.
Vivimos tiempos difíciles en materia fiscal, con un déficit que se acrecienta en un entorno económico que ha perdido dinamismo y, por tanto, dificulta una mayor recaudación. El Gobierno lo comprendió tardíamente, luego de impulsar y lograr la aprobación, con dudosas maniobras del entonces presidente legislativo, un presupuesto para el 2015 con un 19% de crecimiento en relación con el año anterior. Con posterioridad, decidió aplicar recortes y, más recientemente, anunció la presentación de proyectos destinados a aumentar la recaudación.
Hemos abogado para que, antes de aprobarse un incremento de la carga tributaria, el Ejecutivo dé reales muestras de austeridad y presente planes para introducir modificaciones en la estructura del gasto público. Hasta ahora, esto no ha ocurrido. En tal contexto, los recortes puntuales son mejor que nada, pero constituyen simples medidas paliativas que, además, pueden generar enormes distorsiones si no se ejecutan con una adecuada valoración de su impacto.
Las realidades financieras imponen los límites generales del presupuesto, que se estrechan aún más tras atender los gastos automáticos; de aquí la necesidad de reformas estructurales. Pero lo que define el uso del resto de los recursos son las prioridades políticas, y lo dispuesto por el MEP indica que los niños de esas 670 escuelas están fuera de ellas.
Los ¢2.000 millones fueron recortados de una partida originalmente fijada en ¢16.000 millones, destinada al programa de informática educativa que ejecuta la Fundación Omar Dengo. En palabras de su directora ejecutiva, Leda Muñoz, aparte del impacto inmediato sobre los estudiantes, la reducción impedirá cumplir la meta de un 100% de cobertura con computadoras para el 2017, algo fundamental para nuestro desarrollo. El acceso a estos dispositivos, así como su conexión a la Internet, son herramientas esenciales no solo para la adquisición de conocimientos, sino, también, para el desarrollo de destrezas que contribuirán a superar el estado de postración crónica que padecen muchas comunidades rurales alejadas y sus habitantes. ¿Por qué, entonces, renunciar a ellas y no a gastos mucho menos importantes, excesivos y a menudo redundantes?
La estrechez para atender estas necesidades educativas básicas y urgentes contrasta con la largueza demostrada el 20 agosto del pasado año, cuando el Ejecutivo accedió a incrementar en un 14,4% los recursos destinados a las universidades estatales. “Es un día de júbilo”, dijo entonces la ministra de Educación, Sonia Marta Mora, quien agregó: “El Gobierno demuestra la clara importancia que da a la educación, tomando en cuenta la situación fiscal del país”. Obviamente, se refería a otro tipo de educación. El presidente Luis Guillermo Solís, por su parte, anunció “todos los esfuerzos para garantizar el crecimiento sostenido del presupuesto público para educación”, como si el monto del gasto, no su calidad y resultados, fuera lo determinante.
No sabemos qué declararán ahora ambos funcionarios, para explicar la distorsión tan grande de prioridades que revela la decisión del MEP. Esperamos que cualquier cosa que digan sea convincente, pero, sobre todo, que tomen las medidas necesarias para no hacer pagar por sus errores a niños que no tienen voz pública, pero sí necesidades urgentes.