El tema ya es cansino, pero su importancia para la institucionalidad y el buen gobierno impone tratarlo hasta la saciedad. El estancamiento legislativo deja una estela de problemas irresueltos, muchos de ellos de cardinal importancia para el desarrollo nacional.
El problema está en el Reglamento Interno del Congreso y lo reconocen tirios y troyanos, pero unos y otros hacen uso, a su conveniencia, de las oportunidades de obstruir la tramitación de leyes. A veces lo hacen para imponer una tesis, otras para impedir el paso de un proyecto cuyo contenido no es aceptable para la minoría y, en ocasiones, para obtener una concesión no relacionada con el tema en discusión.
El país espera hasta las calendas para tener ley de tránsito y, cuando está a punto, un legislador anuncia su soberana voluntad de obstruirla mientras el artículo contra el consumo de bebidas alcohólicas no consagre la tolerancia cero, pese a los estudios sobre el grado de alcohol compatible con la conducción.
La autorización para emitir $4.000 millones en bonos de deuda externa, requerida para controlar el aumento en las tasas de interés, queda sujeta a la actitud del Poder Ejecutivo frente a un escándalo cuya investigación está a cargo del Ministerio Público. Lo mismo sucede con las iniciativas destinadas a mejorar el control de las obligaciones tributarias.
Un barco de la Marina estadounidense solicita permiso de atraque para descargar un cargamento de droga. Pretende ponerlo a las órdenes de nuestras autoridades como prueba del trasiego ilícito, pero zarpa hacia a otros mares porque dos legisladores insisten en que se les escuche repetir cuanto han dicho en otras oportunidades.
Para aprobar o improbar una reforma tributaria, buena o mala, el Congreso tarda meses, en cuyo curso prácticamente paraliza la agenda legislativa. Al final, se negocia el retiro de las mociones obstruccionistas para mejorar las posibilidades de victoria del candidato opositor a la presidencia del Directorio legislativo.
Los miembros de la alianza opositora constituida en el 2011 para alzarse con el Directorio, prometen promover la reforma al Reglamento, pero nada se logra durante su mandato. Otros partidos, incluyendo el gobernante PLN, han ejercido el liderazgo de la Asamblea con idénticos resultados.
En la época del bipartidismo, el entusiasmo por la reforma siempre nació del partido de gobierno. Su contraparte se oponía aunque hubiera abogado por el cambio cuando la Administración estuvo a su cargo y volviera a hacerlo cuando el retorno al poder le abriera los ojos a tan urgente necesidad.
Poco importan los méritos de los proyectos sometidos a discusión o su utilidad pública. Importa la anotación de puntos políticos o la imposición del criterio minoritario sobre un tema determinado. Es un juego político costoso en nombre de la necesaria protección de las minorías, llevada al extremo de impedir la manifestación del criterio mayoritario.
La más reciente víctima es la ley sobre investigaciones clínicas. Hace dos años, la Sala Constitucional señaló la necesidad de normar esa actividad mediante una ley, no un reglamento. La resolución paralizó la investigación científica y puso su reactivación en manos de los diputados. Pasados los meses, no hay solución. Un par de legisladores se rehúsan a retirar mociones interpuestas para impedir la votación.
Muy a la usanza del órgano legislativo costarricense, los diputados estuvieron a punto de conseguir un acuerdo, no para aprobar o improbar el proyecto, sino para permitir su votación. A fin de cuentas, en el país se negocia, más que el fondo de las iniciativas de ley, la posibilidad de someterlas a la voluntad de la mayoría. En este caso, el acuerdo fracasó por la insistencia de un grupo de legisladores decididos a imponer cambios de fondo, inaceptables para la mayoría. En otros, el ejercicio del voto depende de temas extraños al proyecto bajo discusión. En todos, la parálisis es un resultado nefasto.