En su más reciente informe, el Programa Estado de la Nación aportó sólidos elementos estadísticos para fundamentar lo que, hasta entonces, era una simple percepción generalizada: comparado con nuestros vecinos –e, incluso, competidores fuera del área–, Costa Rica es un país caro. A pesar de que durante cinco años continuos hemos disfrutado de baja inflación, nuestros precios son un 20% más elevados que el promedio de los países latinoamericanos que reportan datos. El contraste es aún mayor respecto a los servicios.
Parte de esta diferencia se da porque, en términos relativos, disfrutamos de un mejor nivel de vida generalizado. Por una parte, nuestra economía ha venido evolucionando hacia sectores de mayor valor agregado, con un impacto favorable en la capacidad adquisitiva de quienes trabajan en ese sector; por otra, demandamos más y mejores prestaciones públicas, con la natural presión sobre costos y precios. Todo esto es, en general, positivo. Difícilmente alguien querrá regresar a los tiempos de la mano de obra poco calificada, regulaciones laxas en muchas materias y competitividad –si es que se le podía llamar así– asentada en bajos salarios, proteccionismo y productos genéricos del agro.
Lo anterior quiere decir que no solo debemos fijarnos en los precios en sí mismos, sino en el poder adquisitivo de la población y en la capacidad del país para mantenerlo y acrecentarlo en un mundo cada vez más dinámico, con más y mejores generadores de productos y servicios, y una gran facilidad de los nuevos participantes para superar “barreras de entrada” y competir en los mercados globales. En este sentido, la clave se llama “competitividad”, un ámbito en el que aún tenemos enormes retos pendientes. La buena noticia es que muchos de ellos se pueden superar con relativa facilidad, si hay decisión política y capacidad de ejecución pública; la mala es que, hasta ahora, ambas han sido insuficientes. Como resultado, el efecto se hace sentir.
Una cosa es que un producto de consumo sea caro porque tiene gran valor agregado; otra, porque existen barreras artificiales para proteger a un minúsculo número de productores en perjuicio de los consumidores. Hablamos, particularmente, del arroz, tema de nuestro editorial del pasado lunes, pero la observación cabe, en menor medida, también para otros.
Una cosa es que el costo del metro cuadrado de construcción se eleve por los salarios de la mano de obra calificada, la calidad de estructuras y acabados, las exigencias de la población y las regulaciones ambientales necesarias. Otra es que los proyectos habitacionales incrementen desmesuradamente su costo por la innecesaria lentitud en los trámites, por planes reguladores desfasados, o porque el mercado de los materiales (asfalto, por ejemplo) impide o desestimula la competencia entre proveedores.
Una cosa es que un bien industrial tenga altos precios por su calidad, originalidad o funcionalidad particulares, o que el café de Dota, Tarrazú, Naranjo y Tres Ríos se cotice con un alto premio a su reconocida calidad. Otra es que el precio de mercado crezca debido a la mala infraestructura, la ineficiencia portuaria o el precio innecesariamente elevado de la energía.
Una cosa es que nuestra oferta turística esté en un nivel de precios superior a los de varios destinos en el Caribe o Centroamérica por la singularidad de las experiencias que ofrecemos, o la alta calidad de nuestros servicios. Otra es que la mala infraestructura, el precio de la electricidad o la tardanza en otorgar licencias y permisos afecten artificialmente los precios.
Una cosa es que los recursos que demanda el Estado se devuelvan a la población con servicios accesibles y de buena calidad, que contribuyen a vivir mejor y generar más riqueza; otra es que los costos del sector público crezcan por malas políticas de empleo, rigideces e incapacidad de cambio.
Para concluir esta relación, una cosa es que las tasas de interés suban en línea con los estándares internacionales, pero otra, que los superen en exceso porque el alto déficit hace que el Gobierno compita por financiamiento en el mercado local, o la incertidumbre sobre política macroeconómica aumenta las exigencias de los ahorrantes. Y el financiamiento, lo sabemos, es parte de la estructura de costos de todas las actividades.
También hay que tomar en cuenta, por supuesto, factores adicionales. Uno es la política cambiaria: si, de manera artificial, el precio del colón se mantiene sobrevaluado, bajará nuestra capacidad de competir externamente. Otro, lógicamente, se refiere al ingenio, creatividad, capacidad de emprendimiento, disponibilidad de capital, disposición a competir y eficiencia de los sectores empresariales y laborales. También aquí tenemos muchos retos pendientes.
Sigamos esforzándonos por mejorar nuestro nivel de vida y bienestar general. Comprendamos que hacerlo demandará esfuerzos y generará costos. Y, por ende, avancemos en las condiciones para ser más eficientes y competitivos y para impulsar sostenidamente nuestro bienestar. No se trata de una fórmula mágica, sino de visión, decisión, adaptación y esfuerzo.