El pacto suscrito entre el Partido Acción Ciudadana y el Frente Amplio para revivir las reformas al Código Procesal Laboral, polémicas por la legalización de las huelgas en los servicios esenciales del Estado, pretende poner al país en la disyuntiva de aprobar un texto sustitutivo en el perentorio plazo de un año o sufrir la entrada en vigencia del proyecto existente, por el expedito método del levantamiento del veto interpuesto por la presidenta Laura Chinchilla.
El acuerdo cuenta con la bendición del Partido Unidad Socialcristiana, cuyo jefe de fracción, Rafael Ortiz, también participa de la medida de fuerza: si no se aprueba el proyecto alternativo, “el Gobierno levanta el veto de la forma en que está ahora y que a nadie le gusta”.
A la Unidad no le gusta la ley, como tampoco le gustó a la presidenta Chinchilla, porque quiere poner a salvo las actividades estatales relacionadas con la vida, la salud y la seguridad ciudadana, pero, si el Congreso no aprueba la nueva versión, negociada con el PAC y el FA, acepta la entrada en vigencia del proyecto vetado, casi como un castigo a la inacción de los demás.
Está por verse si el levantamiento del veto es posible. Hay tesis encontradas, pero la Constitución fija con toda claridad los efectos del veto: el Congreso puede ejercer su facultad de resello con dos tercios de los votos, en cuyo caso se convierte en ley, o el expediente pasa al archivo y no puede ser considerado de nuevo en la misma legislatura.
Si el siguiente mandatario pudiera “levantar” el veto, se le otorgaría algo así como una facultad de “resello ejecutivo” no prevista por la Constitución. El veto solo tendría un efecto suspensivo, mientras algún presidente decide, en el futuro, “levantarlo”. Por eso, los defensores del “levantamiento” del veto también piden ejercerlo en relación con una ley rechazada por el expresidente Óscar Arias, hace casi seis años.
Para el caso, lo mismo daría que se tratara de un veto de don Ricardo Jiménez. Los presidentes conservarían, de forma perenne, la facultad de poner en vigencia cualquier norma que hubiera sido vetada por ellos mismos o por sus predecesores en el ejercicio de la primera magistratura. En ese caso, la seguridad jurídica sufriría irremediablemente.
En resguardo de la seguridad jurídica, la Constitución establece un plazo de diez días hábiles para el ejercicio del veto. Pasado el plazo, se extingue para todos los efectos el ejercicio de la competencia en los términos del artículo 63 de la Ley General de la Administración Pública.
Con independencia de la definitiva resolución del debate, donde la última palabra la tendrá la Sala Constitucional si el presidente llegara a ejercer la pretendida facultad de retirar el veto, la posibilidad del “levantamiento” se esgrime como una amenaza para forzar la discusión apresurada del texto sustitutivo, que no tendrá sentido si no complace al FA, al PAC y a los sindicatos.
Cuánto está la Unidad Social Cristiana dispuesta a concederles todavía no está claro, pero no podrá rehuir su responsabilidad achacando sus actuaciones a la espada de Damocles en que ha pretendido convertir el levantamiento del veto.
Para salir bien librados, los socialcristianos deben encontrar un texto sustitutivo aceptable para 29 diputados y, luego, para el país. Si no lo consiguen, deben asumir las responsabilidades del resultado que de antemano se comprometieron a aceptar a cambio de un par de puestos en el Directorio legislativo.
Por su parte, el Gobierno debe pensar con detenimiento las consecuencias de revivir las reformas al Código Procesal Laboral mientras contengan inconvenientes ampliaciones del derecho de huelga, que van mucho más allá de lo contemplado por los convenios internacionales.