El descalabro del 1.° de mayo crea la oportunidad para dotar a las votaciones internas del Congreso de normas claras y transparentes, en lugar de regularlas según la conveniencia del momento y una larga serie de prácticas inconsistentes. Hasta ahora, los diputados han hecho los nombramientos mediante un simulacro de voto secreto al cual no están obligados por norma superior alguna.
Ni la Constitución ni los convenios internacionales sobre derechos humanos exigen el secreto del voto para estos casos, pues las mal citadas normas de esos cuerpos legales protegen el sufragio universal de los ciudadanos. Solo para el ejercicio de ese derecho fijan parámetros de acatamiento obligatorio, que no pueden ser extrapolados para aplicarlos al voto en el plenario.
La Sala Constitucional ha señalado, en reiteradas oportunidades, que la modalidad del voto en el recinto parlamentario es un tema de organización interna del Congreso. En el voto 01311-99, los magistrados concluyeron: “Es de señalar, primero que nada, que la escogencia del modelo a seguir en las votaciones de los diputados corresponde exclusivamente a la Asamblea Legislativa; como bien lo señalan los representantes de esa Asamblea al contestar la audiencia que les fuera concedida, cuando indican que la norma impugnada se enmarca dentro de la competencia que tiene ese Poder para auto-organizarse'”
La sentencia 00990-92 de la misma Sala ya había establecido: “' la potestad del Parlamento para dictar las normas de su propio gobierno interno (interna corporis), no sólo está prevista por la Constitución Política en su artículo 121 inciso 22), sino que es consustancial al sistema democrático y específica de la Asamblea Legislativa como poder constitucional, a tenor del Título IX de la Carta Fundamental, y en consecuencia ignorar o alterar esa potestad constituiría una violación grave a la organización democrática que rige al país [...] El objeto perseguido con la atribución de la competencia para autoorganizarse la Asamblea, es la de que por su medio sean regulados sus procedimientos de actuación, organización y funcionamiento y en consecuencia su organización interna es materia propia de esa competencia'”
No hay pues obstáculo para que la Asamblea, habida cuenta de lo sucedido el 1.° de mayo y de tantas otras farsas registradas por la historia, se decida, de una vez por todas, a definir reglas claras en abono de la transparencia. La reforma al Reglamento Interno del Congreso, prometida por la alianza opositora que ahora asume su conducción, debe incluir el problema de los nombramientos para establecer, sin ambiguedades, la publicidad del voto y no solo en el caso de los miembros del Directorio legislativo, sino también en el de los demás nombramientos confiados a la Asamblea. Es oportuno cuestionar, incluso, si los casos de votación secreta expresamente previstos en la actualidad, como los de los artículos 68 y 101, están justificados.
Aún más, los diputados deben pronunciarse por el voto nominal, que permite documentar cómo votó cada cual, porque el sistema de votación ordinaria dificulta a los ciudadanos saberlo. En la votación ordinaria, los diputados manifiestan su aprobación poniéndose de pie y, luego de contarlos, la Presidencia da el tema por aprobado o rechazado. Los ciudadanos no pueden estar presentes para saber quién se puso de pie y quién permaneció sentado. Por eso, en Costa Rica los electores no contamos con un registro de votación parlamentaria, necesario para sopesar la gestión de nuestros representantes.
En la votación nominal, cada diputado expresa su voto personalmente y la decisión individual consta en actas. Solo en este caso podrá la ciudadanía revisar las votaciones en el futuro y solo en este caso queda el diputado obligado a asumir a plenitud su responsabilidad política.
Los argumentos contra el voto nominal son insostenibles. Es un sistema más lento, pero no tanto como para hacerlo impracticable, sobre todo en un Congreso que no se distingue por la celeridad. Existen, además, medios electrónicos aptos para hacerlo incluso más expedito que la votación ordinaria.
También es inadmisible el argumento del secreto como medio para poner a los diputados a salvo de presiones. Por un lado, el secreto es el mejor aliado de los pactos e injerencias espurios e inconfesables. Por otro, al Congreso no deben llegar ciudadanos incapaces de resistir esas presiones y asumir abiertamente, ante sus electores, las responsabilidades políticas propias del cargo. Si las presiones inconfesas los hacen ceder a influencias extrañas al votar por el Directorio o por un magistrado, ¿cómo confiar en su voto cuando lo ejercen para aprobar o rechazar proyectos que afectan importantes intereses políticos o económicos? ¿Aceptaría el país extender el secreto del voto también a esos casos? ¿Es posible un parlamento democrático diseñado para operar a espaldas del ciudadano?
Luego de los sucesos del 1.° de mayo, los diputados liberacionistas extrajeron, en primera instancia, la conclusión equivocada. Alguno de ellos sugirió reformar el reglamento precisamente en el sentido contrario: establecer inequívocamente el secreto del voto en el caso de los nombramientos. Ojalá recapaciten, porque esa posición revela una mala lectura del ánimo existente en el país, que reclama mayor transparencia en la función pública. Los diputados de oposición, por su parte, están prácticamente obligados por los hechos del domingo a impulsar sistemas de votación más transparentes. No hacerlo sería una grave falta a la coherencia.
En aras de la transparencia y como barrera frente a las presiones indebidas –entre otras razones–, los costarricenses exigimos a los jueces razonar sus fallos, firmarlos y darlos a la publicidad, aun cuando condenan a peligrosos criminales o resuelven asuntos capaces de producir intensa crispación en la sociedad. ¿Por qué no esperar de los legisladores iguales testimonios de valor, independencia y disposición a asumir responsabilidades?