La lucha por la inclusión de la educación sexual en los programas de enseñanza públicos es de larga data. Cada avance se ha logrado a costa de intensos debates y no pocas concesiones. La resistencia, fundada en convicciones religiosas o, simplemente, en ideas conservadoras, se manifiesta a cada paso, desde la larga batalla por las guías sexuales hasta las reformas curriculares impulsadas bajo el manto de nombres discretos, como “educación para la afectividad”.
Con paciencia y tesón, el Ministerio de Educación Pública viene ganando batallas con los fuertes argumentos proporcionados por la experiencia social. Según la Clínica del Adolescente del Hospital Nacional de Niños, el 55% de los jóvenes costarricenses tienen su primera relación sexual entre los 13 y los 15 años de edad. Además, el número de embarazos de menores de edad supera los once mil al año desde hace tiempo y todos los estudios dan cuenta de un peligroso desconocimiento de la materia entre los adolescentes.
Los riesgos son muchos. Van desde los indelebles efectos sicológicos del maltrato contra jóvenes cuya orientación sexual no se adapta a la de la mayoría hasta el embarazo no deseado y las enfermedades de transmisión sexual, pasando por el peligro de abuso y las relaciones impropias.
Tradicionalmente, la calle se desempeñó como una muy imperfecta escuela de sexualidad, donde los prejuicios y la información inexacta se transmitían entre pares igualmente desconocedores de los riegos involucrados. El hogar no era fuente de conocimiento por razones muy parecidas a las que animan la oposición a los programas de educación sexual en el sistema público de enseñanza. Todavía hoy, el aula es la única esperanza en la inmensa mayoría de los casos.
Una nueva oleada de oposición toma fuerza frente al replanteamiento de los programas impulsado por el Ministerio. El cambio más llamativo es la incorporación de sicólogos a la enseñanza en el décimo año. A esas alturas, los alumnos discutirán sobre diversidad sexual, relaciones libres de violencia y abuso, las condiciones necesarias para establecer relaciones sexuales y las responsabilidades derivadas de ellas.
Entre todos los temas, el más criticado es el relativo a la diversidad sexual, cuya discusión asoma en el programa de sétimo año con la discusión sobre el necesario respeto para las orientaciones de los demás. Muy apropiadamente, en ese primer año también se discuten las manifestaciones de violencia y la forma de erradicarlas.
La crítica parte de una concepción de la diversidad sexual totalmente divorciada de la ciencia. La homosexualidad, en esa línea de pensamiento, es un comportamiento escogido y hasta aprendido, no una característica de la personalidad. Además, es una conducta impropia o pecaminosa. Es fácil comprender por qué quienes comparten estas ideas se oponen a los cursos de educación sexual.
Esos críticos por lo general no se fijan en la incontrovertible presencia de la homosexualidad en todas las épocas, regiones e instituciones, incluidas las más reacias a reconocer la diversidad como un hecho totalmente natural. Tampoco ponen atención a la indescriptible crueldad del maltrato contra alumnos cuya orientación no se conforma con la de la mayoría.
En esta materia y en otras criticadas con vehemencia por los opositores de la educación sexual, el Ministerio de Educación debe actuar con firmeza, siempre del lado de la ciencia y de los valores cardinales del respeto y la comprensión mutua.