En las mayores conflagraciones de nuestros tiempos, sobresalen las cifras aterradoras de niños como víctimas inocentes de las pugnas armadas. Ahora, seis años después del alzamiento popular contra el despotismo de Bashar Al Asad en Siria, un período marcado por matanzas sin nombre, ataques contra hospitales y escuelas, así como el sitio de poblados enteros, condenados a morir por inanición, un informe de la ONU resalta las muertes de niños como una mancha imborrable.
Solo en el 2016, el número de infantes fallecidos como consecuencia de las hostilidades alcanzó 652, según datos de la Unicef. Adicionalmente, 647 resultaron lisiados o paralíticos a raíz del constante bombardeo aéreo sirio-ruso, que no eximió a escuelas y hospitales pediátricos. Asimismo, hubo 87 ataques contra escuelas y más de 255 niños fallecieron en los jardines y alrededores de instituciones educativas.
En una sola semana, durante el asalto del régimen contra Alepo, en setiembre, 96 niños murieron y 223 fueron heridos. En un ataque en Idlib, el 26 de octubre, un conjunto de escuelas y jardines fue severamente bombardeado con un saldo de 21 niños muertos, en tanto otros perdieron piernas y brazos o quedaron ciegos. Según la Comisión de la ONU sobre Siria, más de 2.000 estudiantes de escuelas primarias dejaron de asistir a sus lecciones por temor a futuros ataques.
De acuerdo con indagaciones de la Unicef, más de 850 escolares fueron reclutados para lanzarlos a campos de batalla y disponer de ellos como verdugos en las ejecuciones de prisioneros. Asimismo, los usan como guardas en campos de concentración y se desempeñan como terroristas suicidas para asesinatos y voladuras de edificaciones y multitudes.
Señala la Unicef que toda una generación de la que fue una de las naciones más cultas y educadas del ámbito árabe se ha perdido. Más de 1,7 millones de niños en Siria están fuera de las escuelas, 2,3 millones viven como refugiados en Turquía, Líbano, Jordania, Egipto e Irak, y constituyen casi la mitad del total de refugiados. Seis millones de menores dependen de ayuda humanitaria y son los afortunados no atrapados en los villorios y poblados que de manera sistemática son privados de medicamentos y comida conforme al criterio de los captores.
La revolución en Siria se inició con niños. Un grupo de muchachos del poblado de Dara que pintaban lemas contra el gobierno en las paredes fueron arrestados y torturados. Este suceso, ocurrido en marzo del 2011, encendió la mecha de la revuelta en otras regiones del país después de la celebración de masivas manifestaciones populares. La dictadura de Asad respondió con fuerza, ametrallando a manifestantes pacíficos y desarmados que a esas alturas exigían reformas democráticas. El asalto del régimen contra la población no pasó inadvertido para los medios de comunicación de la región y más allá. El mundo ha sido testigo de la barbarie.
Seis años después, el comisionado de derechos humanos de la ONU, Zeid Ra'ad Al Hussein, manifestó que “el país entero se ha convertido en una cámara de tortura, un lugar horripilante y salvaje de absoluta injusticia, el peor desastre que el mundo ha visto desde la Segunda Guerra Mundial”.
Mientras tanto, ¿qué han hecho las democracias occidentales con respecto a esta tragedia? Nada o muy poco, aparte de intentar frenar el diluvio de refugiados. Por su parte, Rusia y Turquía han promovido conversaciones de paz que no trascienden los pasos iniciales porque la sinceridad de las intenciones siempre ha estado en duda. Más apabullantes, quizás, son las triunfalistas declaraciones del déspota. Ha dicho que lo que queda por hacer es aplastar a los rebeldes y sus aliados. Malos augurios para el 2017, sobre todo para los trágicos niños de la guerra.