El periodismo mexicano recorrió un largo y tortuoso camino desde los años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, cuando el Estado se encargaba de poner cortapisas a la libertad de prensa, hasta el presente en que la represión más frecuente y feroz parte del crimen organizado, en particular el narcotráfico.
La presión política y la interferencia estatal todavía afloran, como en el caso de Carmen Aristegui y las represalias sufridas luego de informar sobre el escándalo de la casa de $7 millones comprada por la primera dama, Angélica Rivera, a una empresa beneficiada con contratos de obra pública cuando el presidente Enrique Peña Nieto gobernaba el estado de México.
La propia Aristegui y otros periodistas también fueron blanco de sofisticados programas de vigilancia digital comprados por México a una firma israelí bajo condición de emplearlos exclusivamente contra criminales y terroristas. Los rastros dejados en los teléfonos inteligentes de las víctimas por los softwares infecciosos utilizados para vigilarlos no dejan duda del uso de recursos gubernamentales, pero no permiten confirmar si la violación de la privacidad fue producto de un plan articulado o una iniciativa aislada de investigadores con acceso a los programas.
La intromisión también afectó a activistas de los derechos humanos y a abogados comprometidos con la lucha contra la corrupción. Es una conducta criminal y deleznable. La reacción internacional no se hizo esperar y el respeto de las autoridades mexicanas por los derechos humanos quedó, una vez más, en entredicho. Sin embargo, las presiones indebidas, el espionaje y las represalias económicas se quedan muy cortas frente a las amenazas, agresiones físicas, secuestros y homicidios de periodistas perpetrados por el crimen organizado, especialmente el narcotráfico.
México es uno de los países más peligrosos del mundo para quienes ejercen la profesión de informar, solo superado por Siria y Afganistán, según la organización internacional Reporteros sin Fronteras. Entre el 2000 y el 2016, 105 periodistas fueron asesinados por motivos relacionados con su labor, según registros de las autoridades, pero hay medio centenar de homicidios de informadores cuyas causas no han sido confirmadas y por eso no entran en la contabilidad de atentados contra la libre expresión. El 2015 fue un año especialmente luctuoso, con 14 asesinatos motivados por las labores informativas, pero el 2016 no quedó muy atrás, con 11. A mayo de este año, seis informadores habían sido asesinados.
El impulso oculto detrás de tantos crímenes es la impunidad. El Instituto Belisario Domínguez, del Senado mexicano, la estima en un 99,75%. El problema es de tal magnitud que en el 2006 se creó la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión, adscrita a la Procuraduría General de la República, pero, hasta ahora, solo ha logrado tres condenas.
Entre julio del 2010 y agosto del 2016, hubo 798 delitos contra periodistas, según datos de la Fiscalía Especial, entre ellos secuestros y golpizas que no desembocaron en homicidios. La intimidación es tanta como para haber causado el cierre de algunos medios de comunicación en las provincias más afectadas.
Aparte de crear la fiscalía especializada, legisladores mexicanos, como los del estado de Colima, han seguido los pasos de Colombia, donde el artículo 104 del Código Penal considera el asesinato de periodistas como agravante del homicidio, pero la prensa mexicana y las organizaciones internacionales de defensa de la libertad de expresión descuentan esos gestos frente a la realidad de la indiferencia oficial.
En el curso de un reciente encuentro con el Comité para la Protección de Periodistas, el presidente Enrique Peña Nieto prometió dar seguimiento a las investigaciones y renovar el financiamiento de los mecanismos federales de protección de los informadores. El mandatario reconoció el problema de la impunidad y depositó esperanza en la consolidación de la reforma judicial. Ojalá cumpla, porque el homicidio de un periodista por razones de su profesión es, también, el asesinato de la libertad de expresión, uno de los elementos indispensables para la existencia del régimen democrático.