El 53% de los costarricenses votaría por el candidato presidencial de una agrupación emergente. El dato no sorprende. Expresa la insatisfacción con el desempeño de los partidos existentes, pero no define las características de la anhelada alternativa.
Frente a opciones concretas, ese 53% se desgranaría. Unos verían sus aspiraciones mejor representadas por determinado partido emergente, otros seguirían a la espera y no pocos se declararían insatisfechos con la nueva oferta, no importa cuán variada. Al final, podrían decantarse, sin entusiasmo, por una opción tradicional. El dato de la encuesta de Unimer para La Nación señala una oportunidad, pero en nada esclarece las características de la propuesta necesaria para aprovecharla.
Más reveladora es la negativa del 60% del electorado a votar por una alianza. Es una inclinación manifiesta a priori, con referentes concretos en el acontecer político reciente. Entre ellos está la alianza opositora fraguada en la Asamblea Legislativa para desplazar del Directorio al partido oficialista, el desempeño del Congreso bajo su conducción y el ulterior naufragio del experimento.
También pesan los anuncios de nuevas e inverosímiles alianzas, algunas con partícipes cuestionados, otras sin base popular visible, como la llamada “alianza del margen de error” entre dos precandidatos del Partido Acción Ciudadana y dos de una fracción de la Unidad Socialcristiana distanciada de Convergencia Calderonista, cuya cabeza es el expresidente Rafael Ángel Calderón Fournier.
Puestos a escoger entre el Partido Liberación Nacional (PLN), una nueva agrupación política o una alianza, solo el 6% de los encuestados se pronuncia por esta última. El PLN atraería al 20% y la nueva e indefinida opción, al 19%.
El resultado neto de las maniobras de los últimos años es el desprestigio de las alianzas como en algún momento fueron demonizados los “pactos”. Unos y otros son recursos indispensables de la política. Desde ese punto de vista, su desprestigio es lamentable. Sin embargo, es fácil explicarlo cuando se considera la naturaleza de las alianzas planteadas en tiempos recientes.
La unión de fuerzas políticas con programas contradictorios e irreconciliables, sin más puntos de convergencia que la oposición misma, no es una oferta atractiva. Las alianzas sin objetivos más allá de la supervivencia de sus partes tampoco resultan seductoras. Ambas fórmulas conducen al estancamiento y la falta de resolución, indebidamente elevados a rango de programa político. El precio es el rechazo de un electorado insatisfecho con las opciones disponibles, pero reacio a la parálisis institucional.
La mejor prueba de esa circunstancia es la valoración del Congreso. Un 80% de los encuestados no quiso o no supo escoger una fracción legislativa para reconocerle la mejor labor en la Asamblea Legislativa. Ninguna de las ocho bancadas cuenta con más de 2% de aprobación, salvo las del PAC y el PLN, que apenas logran el 4,6% y el 7,6% respectivamente. La labor del Congreso como un todo solo les parece buena a siete de cada cien entrevistados.
Sin embargo, la insistencia en fraguar alianzas incoherentes o desprovistas de apoyo electoral goza de buena salud. Tres anuncios, desde la izquierda, la derecha y un área nebulosa del espectro político alimentaron titulares de prensa en el curso del último mes. La lección no ha sido aprendida y persiste el propósito de crear mayorías con la suma de números muy pequeños, sin importar para qué.
En un río tan revuelto, la ganancia será para quien se anime a pescar con objetivos bien definidos, expresión de la coherencia interna de un partido con claridad de programas.
Las alianzas, perfiladas como en los últimos meses, solo sirvieron para crear confusión, desdibujar el contorno de los grupos hasta entonces mejor cuajados, promover el inmovilismo y desprestigiar un recurso necesario de la política.