La variación del índice de precios al consumidor (IPC) en los meses de abril y mayo fue muy pronunciada. En esos dos meses, el IPC aumentó un 1,67% (acumulado), llevando el total de este año a un 3,75%, prácticamente dentro de las metas de inflación del Banco Central para todo el año, ubicadas en un rango de entre un 3% y un 5%, con una media del 4% anual.
Eso plantea una pregunta fundamental: ¿cambiará el Central sus metas para no incumplirlas o, más bien, modificará sus políticas económicas para poderlas cumplir? Es una disyuntiva con un mar de fondo. Antes de responder, desde nuestro punto de vista, lo que conviene más a los intereses del país, vamos a analizar brevemente las causas de la inflación en la coyuntura actual, las posibles soluciones y el significado de las metas de inflación incluidas en el Programa Macroeconómico del Banco Central.
En los últimos cuatro años, la inflación ha sido relativamente baja. En el 2013, apenas llegó a un 3,7% (medida por las variaciones en el IPC). Ese resultado se debe a la conjunción de varios factores, tres de los cuales merecen destacarse: sanas políticas monetarias, capacidad productiva ociosa y nula devaluación. Algunos de esos factores, sin embargo, han comenzado a variar. El índice subyacente de inflación, que mide más apropiadamente los movimientos de la demanda agregada, en los primeros cinco meses de este año supera los registrados en los mismos meses el año anterior, lo cual debe ser interpretado como una señal de alerta para el Banco Central.
La devaluación es otro de los factores que ha cambiado. En los meses anteriores se ubicó en alrededor del 10% y los precios al consumidor sufrieron el impacto del incremento en los precios de origen externo, incluyendo los del petróleo. Ese impacto suele catalogarse como un choque de origen foráneo, que normalmente se traslada con rapidez a los demás bienes y servicios en el mercado local, pero que, en buena teoría, no puede considerarse como un fenómeno inflacionario típico por exceso de demanda agregada, como el que se produce cuando la política monetaria es de carácter expansivo. Ese aspecto de la corrección, en consecuencia, es diferente.
Si el Banco Central permite ajustes más rápidos y definitivos en el tipo de cambio, el impacto inflacionario pasa más rápidamente y los precios al consumidor vuelven a la normalidad en poco tiempo; en cambio, si el ajuste es prolongado –como en la época de las minidevaluaciones– y la política monetaria se vuelve más expansiva para acomodar el impacto de la devaluación en los ingresos de los consumidores, el efecto en la inflación será más prolongado y, posiblemente, más pronunciado. Si los productos transables se vuelven más caros por efectos de la devaluación, entonces los consumidores deberían adquirir menos cantidades de otros bienes no transables para mantener el gasto de consumo final inalterado y, también, la tasa de inflación.
Y aquí es donde entra en juego la programación monetaria del Banco Central. ¿Debe el Banco alterar la programación monetaria por haberse producido un ajuste en el tipo de cambio? La respuesta es “no”. Si el Banco Central cambia sus metas de emisión, liquidez y crédito para consentir una mayor inflación, estaría renunciando al objetivo fundamental contendido en el Art. 2 de su Ley Orgánica, que le manda controlar la inflación como prioridad. Más bien, lo que le corresponde es ajustar sus políticas económicas, particularmente la monetaria y cambiaria, incluyendo las tasas de interés, para asegurar que la meta de inflación se cumplirá, a pesar de las vicisitudes de la moneda nacional frente al dólar.
Permitir una mayor inflación iniciaría un círculo vicioso de no acabar. La mayor inflación interna, comparada con la de los demás países con que comerciamos, es una fuente de apreciación real del colón, injustificada en las circunstancias actuales, y que llamaría a nuevas devaluaciones para mantener el valor real de las exportaciones. Cuanto mayor sea la inflación, mayor tendrá que ser la devaluación en el futuro; una mayor devaluación generará mayor inflación, y así sucesivamente.
El argumento de que la meta original de inflación de un 4% establecida por el Banco Central en su programación monetaria de enero de este año es muy ambiciosa, resulta falaz. Tampoco se debe creer que una mayor inflación permitiría generar mayor crecimiento económico y reducir el desempleo. El propio Banco Central ha dicho en reiteradas ocasiones que su mejor contribución al crecimiento de la producción es mantener una baja inflación. Y nosotros agregamos que contribuiría, además, a mantener el valor real de los salarios y disminuir la pobreza. Por esas y otras razones, no debe modificar sus metas de estabilidad de precios en la próxima revisión del Programa Macroeconómico, a publicarse al final del mes en curso. Debe, más bien, ajustar sus políticas, incluyendo las tasas de interés, para corregir las desviaciones que se han notado no solo en el IPC, sino en el índice subyacente de inflación.