Jamás un burócrata dijo no a la oportunidad de otorgar un permiso. Por eso el Servicio Nacional de Salud Animal (Senasa) saludó con entusiasmo la ocurrencia legislativa de crear una licencia para los propietarios de mascotas. El plan exige la aprobación de un curso de capacitación y cuenta con dictamen afirmativo de la Comisión de Gobierno y Administración.
Es un producto típico de nuestra Asamblea Legislativa en sus peores momentos. Crea una regulación innecesaria y desde su concepción sienta las bases para el incumplimiento estatal. El 73% de los costarricenses tiene mascotas y no hay institución nacional capaz de dictar el curso a tanta gente. El Estado fallará y la ley será letra muerta. El propio Senasa se ha dado cuenta y en el Congreso se habla de enmendar el proyecto dictaminado para que el curso sea voluntario.
Yamil Chacón, asesor de la legisladora liberacionista Xinia Espinoza, impulsora de la ley, afirma que la licencia es “un pretexto, una formalidad para que las personas se capaciten durante una tarde”. Si ese es el objetivo, solo cobraría sentido si tuviera carácter de requisito ineludible. Senasa no necesita conceder permisos para ofrecer cursos de matrícula voluntaria. En ese caso, ¿para qué la licencia?
Pues para añadirle a la ciudadanía un trámite, una fila y un costo, salvo que la expedición de los papelitos corra por cuenta del Estado. El otro motivo posible es controlar la tenencia de animales peligrosos. Esa sí sería una razón de mérito, pero no se logra exigiendo licencia al propietario de un chihuahua. Se logra prohibiendo la importación de perros diseñados para pelear y legislando para controlar la proliferación de razas aptas para ese fin.
Los perros muerden con licencia o sin ella y los criadores de animales para el cruel “deporte” de las peleas son, de todas maneras, clandestinos. Fortalecer la legislación aplicable es una medida necesaria. También conviene apoyar a Senasa en el cumplimiento de esos fines, sin distraerla de sus funciones para ponerla a emitir permisos y llenar incontables archivadores con formularios y requisitos inútiles.
Si el proyecto prospera, es difícil imaginar los mecanismos de inspección necesarios para asegurar el cumplimiento. ¿Hará el personal de Senasa –hasta ahora insuficiente para controlar los criaderos clandestinos– inspecciones en los parques para exigir la licencia a los propietarios de poodles? ¿Por qué no un sistema de puntos para los propietarios descuidados, incapaces de recoger los desechos de sus animales?
La relación del Estado con los ciudadanos se debilita con la invención de requisitos inútiles. Los costarricenses tenemos suficiente con la burocracia ya creada y más bien agradecemos los esfuerzos para limitar la tramitología. El vínculo entre el Gobierno y los administrados se fortalece con la solución de problemas reales y la simplificación de trámites.
El imperio de la ley tampoco gana con la creación de normas destinadas al incumplimiento, sobre todo por parte del Estado en cuyas manos se deposita la autoridad para aplicarlas. Las leyes de esa naturaleza “educan” a la ciudadanía en la dirección equivocada.
Sin embargo, la práctica es usual en el Parlamento, cuyos integrantes no lo piensan dos veces antes de imponer a los ciudadanos requisitos odiosos y al Estado cargas imposibles de cumplir. En la década de los noventa y los primeros años de este siglo, entre el 50% y el 70% de la legislación sustantiva creaba derechos, los ampliaba o reconocía nuevas obligaciones del Estado. Apenas entre el 10% y el 20% de esas normas señala las fuentes de financiamiento o los medios necesarios para garantizar el cumplimiento.
Para legislar no bastan las buenas intenciones, presentes, casi siempre, en iniciativas como la de comentario. Es preciso valorar la adecuación del proyecto a sus fines, estudiar si es el medio menos gravoso para conseguirlos y crear en la ley las condiciones para su aplicación.