Los investigadores luchan para establecer la verdad de la masacre perpetrada en Orlando. El homicida era musulmán, pero también lo movía un odio descomunal contra el homosexualismo y desde hace años daba muestras de desequilibrio mental y arrebatos de violencia, según relatos de su exesposa y antiguos compañeros de trabajo.
Las motivaciones de una personalidad tan compleja son difíciles de establecer. El radical Estado Islámico celebró el homicidio masivo, pero no hay indicios de que lo haya dirigido. Su sola declaración no lo prueba. Es natural, dados los fines del terrorismo, que la organización criminal intente rescatar para sí parte de los “méritos”.
Es imposible saber, a estas alturas, si la inestabilidad mental y la homofobia movieron al asesino más que la fidelidad al radicalismo. Si así fuera, la invocación del Estado Islámico pudo ser una forma torcida de investir el crimen de trascendencia. La selección del blanco y los detalles conocidos de la personalidad del sujeto apuntan en esa dirección.
Sin embargo, la declaración de simpatías para la organización extremista y algunos antecedentes, incluidas manifestaciones verbales y contactos investigados sin consecuencia por la Policía señalan un proceso de radicalización del asesino, nacido en Nueva York y criado en los Estados Unidos.
Es importante esclarecer las motivaciones para aprender de ellas, pero la tarea podría resultar imposible. Ninguno de los factores examinados hasta ahora es incompatible con los demás. El radicalismo del Estado Islámico es también ferozmente homofóbico y la inestabilidad mental es congruente con la atrocidad cometida.
Pero hay lecciones que no dependen de la sicología del homicida, sus fobias y afiliaciones. La más evidente fue mencionada por el presidente Barack Obama en su primera reacción al atentado. Se trata de las facilidades ofrecidas por las leyes de los Estados Unidos para comprar potentes armas de fuego.
Omar Mateen, el asesino de Orlando, adquirió sus armas legalmente en el curso de la semana anterior al crimen. La más mortal entre ellas, un rifle semiautomático AR-15, le fue vendida pese a sus antecedentes de violencia doméstica y las investigaciones del FBI sobre posibles simpatías hacia el radicalismo islámico.
En ese aspecto, la masacre de Orlando difiere poco de otras en ninguna forma vinculadas con el terrorismo organizado. Los 32 homicidios de Virginia Tech fueron perpetrados por un hombre a quien las autoridades habían declarado enfermo mental y le habían ordenado seguir tratamiento. Como no fue internado en un centro de atención, conservó el derecho de comprar armas y lo ejerció con trágicas consecuencias.
Adam Lanza, un veinteañero diagnosticado con diversos trastornos, mató a su madre y luego se trasladó hasta una escuela primaria en Newton, Connecticut, donde asesinó a 20 niños de entre seis y siete años, así como a seis adultos. Utilizó un rifle AR-15 adquirido por su madre y se suicidó con un arma corta.
En ocho de los dieciséis homicidios masivos más recientes en los Estados Unidos, los antecedentes judiciales y psiquiátricos no impidieron a los perpetradores adquirir armas poderosas, capaces de hacer mucho daño en poco tiempo. En cada caso, Obama ha llamado a adoptar mejores controles sobre la venta y posesión de armas, pero muy poco se ha logrado. Los fuertes intereses agrupados en torno a la National Rifle Association y su peso en la política electoral, especialmente del partido Republicano, consiguen una y otra vez descarrilar los esfuerzos.
Es preciso redoblar la lucha contra las perversiones homicidas, sea el terrorismo o la homofobia. Un buen punto de inicio es privar a enfermos y radicales del fácil acceso a las armas. Cuando Donald Trump habla de asegurar las fronteras, omite señalar que los instrumentos de muerte ya están en territorio estadounidense, en espera de un demente o un fanático inclinado a utilizarlos.