El plan de gobierno del Movimiento Libertario, publicado el lunes, plantea con claridad los objetivos y también los medios. Entre los primeros no hay sorpresas. La apertura del mercado eléctrico, la ruptura del monopolio de los hidrocarburos y de la producción de alcohol etílico son propuestas que el candidato Otto Guevara adelanta desde hace años. Lo novedoso está en la idea de conquistar esos propósitos mediante referendo.
La parálisis legislativa, en buena parte culpa del reglamento vigente, convence a sectores cada vez más amplios de la imposibilidad de generar cambios por la vía del proceso parlamentario. El referendo parece una alternativa viable para precipitar las grandes transformaciones, pero no es el mecanismo idóneo para conducir la vida republicana, entre cuyas características definitorias está el concepto de representación democrática.
La única experiencia del país con el referendo, hasta la fecha, es la consulta celebrada para aprobar el Tratado de Libre Comercio con Centroamérica, Estados Unidos y República Dominicana. El referendo sirvió para adoptar una decisión trascendental y resolvió un debate estancado, pero también puede ser visto como un fracaso de los mecanismos de representación republicana. La Asamblea Legislativa fue incapaz de dirimir las diferencias por medio del debate y el voto, cuando esa es, precisamente, su función esencial. En vista del fracaso, la decisión fue sometida al soberano.
La idea de acudir al referendo para remover trabas no es exclusiva del Movimiento Libertario. Sectores liberacionistas, como los coaligados en torno al expresidente José María Figueres en el grupo denominado “Vía costarricense”, también acogen la consulta popular como método.
A falta de otro recurso, en casos excepcionales, la consulta popular, clara y bien delimitada, podría ser un agente de cambio y solución de los problemas intratables desde dentro del aparato institucional, pero es preciso perfeccionar ese aparato para incrementar su capacidad de producir soluciones sin someter al país al constante sobresalto de los procesos electorales.
El referendo polariza y limita las decisiones al “sí” o el “no”. Los votantes se pronuncian en esos términos sobre la propuesta de los promotores de la consulta, sin flexibilidad de enmienda, sin matices y sin necesidad de procurar acuerdos. La aceptación o rechazo se hace en paquete, sin posibilidad de detenerse en los detalles.
La discusión pormenorizada, la negociación y las mutuas concesiones son sustituidas por la pugna necesaria para fraguar la mayoría. Una vez conseguida, las demás razones están de sobra. Es un todo o nada, en determinados momentos peligroso y apto para servir a los fines de la demagogia.
Por eso, la propia ley creadora del referendo limita su aplicación y excluye expresamente materias como la tributaria y la relativa a las relaciones exteriores.
El proceso legislativo ordinario puede ser más armónico y eficaz si se le da la oportunidad de funcionar como debe. Hasta hoy, la Asamblea Legislativa no ha logrado reformarse a sí misma y, de ahí, el impulso de sustituirla en la solución de los problemas más espinosos y urgentes. Ese impulso no sorprende en un país donde solo el 4% de los ciudadanos califica la labor del Congreso como “buena” o “muy buena” y el 45% la desaprueba de manera contundente.
Pero la sustitución de la Asamblea es un camino a transitar con cautela. Es más seguro insistir en reformar el reglamento interno para devolver al Congreso la posibilidad de dirimir las diferencias mediante el diálogo político, la construcción de acuerdos y, finalmente, el voto, cuyo ejercicio no puede seguir secuestrado por minorías, como la integrada por un solitario diputado que declaró su voluntad de impedir la aprobación de la nueva ley de tránsito mientras no se adoptara una posición de cero tolerancia frente al alcohol, aunque el resto del Congreso estaba satisfecho con el alineamiento entre el proyecto y las normas internacionales.