El terrorismo, inspirado en motivaciones pseudorreligiosas, nacionalistas, políticas o ideológicas, ha penetrado en estas semanas en reductos que, hasta hace poco, se consideraban inmunes a cierto tipo de agresiones. Si el comercio y los medios de comunicación envuelven al planeta, también estamos sufriendo un lacerante proceso de globalización del terror. Ya no quedan santuarios. Al progreso continuo de la ciencia y de la tecnología no sigue necesariamente en la historia un avance similar en el orden de la civilización o del desarrollo integral del ser humano.
El colapso del comunismo y de su centro de irradiación, la URSS, constituida en el terror y por el terror, alivió a la humanidad del espectro de una conflagración nuclear y amputó el cordón umbilical del financiamiento y del fanatismo ideológico de numerosos grupos y diversos estados autocráticos o totalitarios dedicados a expandir la violencia como partera de la nueva humanidad. Alguien anunció alborozado el fin de la historia. Sin embargo, la violencia ha continuado en otros frentes y bajo otros aleros: el fundamentalista islámico, el político, el nacionalista y el tribal, todos distintas manifestaciones del sectarismo. Las escenas de horror contempladas en la antigua Yugoslavia, en algunos países de Africa y en el Oriente Medio en estos años finales del siglo XX han estremecido la conciencia humana. Desventuradamente, el terror estatal, aliciente de grupos aislados, ha quedado impune. El deber de injerencia ha sido víctima del cálculo, del interés o del oportunismo.
Anteayer fue un día tétrico. El terrorismo golpeó brutalmente en Oklahoma, apacible región agrícola de EE.UU., con el mayor atentado en la historia de este país, que cobró decenas de víctimas inocentes. Ya en 1993 otros hechos terroristas habían conmovido a ese país: una carga de 600 kilos contra el World Trade Center en Nueva York, un plan terrorista contra la sede de Naciones Unidas y el estallido de una bomba incendiaria en un tren en Nueva York. También ayer, en Madrid, el grupo terrorista ETA lanzó un coche bomba al paso del automóvil en que viajaba José María Aznar, líder del Partido Popular, y en Yokohama, en Japón, otro grupo lanzó un gas misterioso en una estación ferroviaria, pocos días después del ataque con gas sarín de parte de la secta Verdad Suprema en el corazón de Tokio. Así, en España el terrorismo ataca la cima de la política, y también embiste contra dos países hasta hoy al parecer invulnerables.
El terrorismo ha traspasado todas las fronteras. Ni siquiera ha disuadido o amainado su perversidad la capacidad de reacción punitiva de EE.UU., en el plano doméstico e internacional, o la de Japón en el orden interno. Las motivaciones y objetivos pueden ser diferentes, pero los resultados son idénticos: muerte, destrucción material y un terrible sentido combinado de impotencia y desconfianza.
En última instancia, el enfrentamiento de la cultura de la muerte con la cultura de la vida, es decir, frente a frente el desprecio del ser humano y el respeto de su grandeza y dignidad, es el terreno en que se librará la principal batalla de la humanidad --en estos años postreros del siglo XX-- en las relaciones internacionales o en la vida interna de los países.