El régimen de Nicolás Maduro abandonó toda pretensión de legitimidad democrática y toda apariencia de Estado de derecho. La orientación autoritaria se hizo evidente desde la época de Hugo Chávez, pero Maduro no posee el carisma ni los ingresos petroleros de su antecesor. Por eso se ha visto obligado a acelerar el paso hacia la dictadura.
La cadena de acontecimientos desatada por la elección del 6 de diciembre del 2015 apunta en una sola dirección. La oposición ganó los comicios con los votos necesarios para ocupar dos tercios de los escaños en la Asamblea Nacional. Semejante mayoría habría sido suficiente para dar un vuelco al andamiaje chavista, incluido el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ). Ese Tribunal, controlado por el gobierno, aceptó cuatro impugnaciones contra diputados elegidos del Estado de Amazonas para impedirle a la oposición llegar a los dos tercios.
Aquel fraude se dio mientras Diosdado Cabello, la otra figura cumbre del régimen, aprovechaba sus últimos días a la cabeza de la Asamblea Nacional para garantizar la perpetuación del control chavista del Poder Judicial mediante una votación ilícita del Congreso todavía controlado por el régimen.
Cuando se juramentó la Asamblea dominada por la triunfante oposición, ya se habían perpetrado dos fraudes en su contra: la reducción del número de integrantes de la bancada opositora para dejarla justo por debajo de la mayoría calificada y la usurpación de su derecho a nombrar jueces.
Pero el deterioro del gobierno de Maduro no tardó en exigir nuevas limitaciones a los diputados opositores y, luego, el cierre de la Asamblea Nacional con total irrespeto a la voluntad expresada por una abrumadora mayoría en las urnas. El vergonzante TSJ había declarado a los congresistas en desacato. Luego, los privó de su inmunidad parlamentaria y concedió atribuciones especiales a Maduro en materia penal, militar, económica, social, política y civil. En suma, lo ungió dictador después de dar un golpe de Estado.
La sentencia convirtió a la Sala Constitucional del TSJ en Parlamento para garantizar el “Estado de derecho”. Si la tragedia no fuera tanta, el rudimentario ingenio de los jueces chavistas causaría carcajadas. Pero no hay motivos para reír en Venezuela. El domingo, la dictadura sacó a sus tropas a la calle para reprimir las protestas contra la elección de una asamblea constituyente completamente chavista y espuria.
La asamblea tiene el encargo de consolidar el poder de Maduro y su camarilla. No es una institución prevista por la Constitución chavista, que se tornó inútil ahora que las mayorías dejaron de favorecer al régimen. El chavismo, en sus primeros años respaldado por amplias capas de la población, todo lo confiaba a las urnas, incluso el cercenamiento de derechos fundamentales y el irrespeto a las minorías.
Ese electorerismo, tan apartado del Estado de derecho, las libertades civiles y los derechos humanos, funcionó bien mientras hubo dinero para financiar beneficios y prebendas, pero ahora se vuelve contra sus creadores. Los antaño fanáticos del referendo como medio para resolver cualquier dilema social, incluso los relacionados con temas no susceptibles de ser decididos en las urnas, como los derechos humanos, ahora maniobran para impedir nuevos llamados a las urnas, salvo los controlados por ellos, como el de este domingo.
La convocatoria fue un desastre. Dieciséis venezolanos perdieron la vida a manos de los represores, la asistencia a las urnas fue ridícula y la comunidad internacional pronto desconoció el producto de tan sangriento e inútil ejercicio. Entre los países distinguidos por la dignidad de su reacción está, en muy buena hora, el nuestro.