Luego de superar un serio desafío político y obtener el mayor número de escaños en las elecciones parlamentarias de Israel, el primer ministro, Benjamín Netanyahu, y su partido Likud están a las puertas de constituir una nueva coalición de centro-derecha, con marcados tintes ultranacionalistas, para gobernar el país durante los próximos años. Este posible desenlace, resultado de la decisión de sus votantes y de un fragmentado sistema electoral, genera hondas inquietudes sobre el proceso de paz con los palestinos, sobre el carácter laico y democrático del gobierno y la sociedad israelíes y sobre su propia seguridad futura.
Según los resultados más recientes, Likud alcanzó 30 de los 120 escaños del Knesset, o Parlamento, seis más que su principal contendor, la centroizquierdista Alianza Sionista, encabezada por Isaac Herzog, del Laborismo. El resto de los escaños se distribuyen entre otros ocho variopintos partidos; de ellos, los más afines a Likud podrían conformar mayoría. Esto hará más sencilla la siempre difícil tarea de constituir una coalición gobernante, por lo cual, aunque no se puede asegurar que Netanyahu se mantendrá en el poder, es casi un hecho que así ocurrirá.
Los temas económicos y sociales dominaron la campaña. Sin embargo, el Primer Ministro trató de marcar la gran diferencia a su favor en los temas de seguridad, con un discurso alarmista que, además, reveló su claro rechazo a la que, hasta ahora, ha sido la base indispensable de los fallidos procesos de paz: la aceptación de un Estado palestino con el que Israel pueda convivir en paz.
El lunes de esta semana, a pesar de que durante años había afirmado aceptar la opción de los dos Estados, Netanyahu se manifestó explícitamente en contra. Además, el propio día de la votación lanzó la voz de alarma por la alta afluencia de la población árabe-israelí a los centros de votación, un comentario marcadamente discriminatorio y racista, que probablemente generó aún más ímpetu participativo entre ellos. De hecho, la Lista Unida de grupos árabes y palestinos se convirtió en el tercer bloque parlamentario, al pasar de 4 asientos en la elección del 2013 a 14 en la actual.
También Netanyahu arreció sus insistentes señales de alarma por el programa nuclear iraní, al que ha definido como un “desafío existencial” para Israel, y denunció –sin plantear alternativas– el posible resultado de las negociaciones de Estados Unidos, Alemania, Francia, el Reino Unido, China y Rusia con el régimen de Teherán, para alcanzar un acuerdo que neutralice sus componentes militares. Este llamado lo llevó hasta una sesión conjunta del Congreso estadounidense, convocada por la mayoría republicana sin consultar con la Casa Blanca, lo cual generó dos resultados muy inconvenientes para Israel: hacer aún más tensas sus difíciles relaciones con el gobierno de Barack Obama y dar un carácter partidista a una estrecha alianza que, hasta ahora, había tenido carácter consensual.
Tras lo ocurrido durante la campaña, la ruptura con la Autoridad Nacional Palestina es total, lo mismo que con el 20% de la población israelí de origen árabe, sometida a una creciente marginalidad. Además, es posible que un nuevo gobierno de Likud acelere la política de asentamientos en las áreas ocupadas y que los sectores dedicados a hacer de Israel un Estado confesional logren avanzar aún más. En estas condiciones, que hoy lucen casi inevitables, los países árabes vecinos reaccionarán con hostilidad; las divisiones internas en la sociedad israelí podrán acrecentarse, y se producirá un creciente aislamiento internacional del país, incluso de aliados tradicionales en la Unión Europea.
A menos que Netanyahu cambie nuevamente de posición, que pase de su extremismo reciente hacia acciones más sensatas, y que esto se refleje en la integración de la eventual coalición gobernante, las perspectivas para la paz y seguridad de Israel y Palestina son muy escasas, o nulas, con severas consecuencias potenciales en una región extremadamente volátil. ¿Por qué habrá decidido llegar a estos extremos? Si solo hubiera sido para ganar las elecciones movilizando a los votantes más duros, estaríamos, simplemente, ante una nueva muestra de oportunismo político. Pero nos tememos que su actitud responde a convicciones más profundas, a una lectura equivocada de la realidad y hasta a un cierto sentido mesiánico de su papel. Esto resulta mucho más preocupante.