Aprobar el proyecto de reforma fiscal que barajan el Gobierno de la República y varias fracciones legislativas –PLN, PAC, FA y diputados de otras fracciones legislativas– sería un acto de total irresponsabilidad. Varias consideraciones económicas, políticas y sociales se pueden esgrimir para desacreditarlo.
La primera y, quizás la de más fondo, es que resulta insuficiente para resolver el problema fiscal. El déficit fiscal proyectado para este año por el Banco Central rondará el 5,9% del PIB y llegará al 6% del PIB en el 2018 según el programa macroeconómico, mientras que el proyecto de reforma fiscal light apenas aportaría un 0,6% del PIB, equivalente a tan solo ¢169.000 millones. En el proyecto original presentado por el Ministerio de Hacienda se estimaba una recaudación del 2% anual (¢560.000 millones), que se complementaría con otras reducciones de gastos por un 1,25% del PIB, a muchas de las cuales, aparentemente, ha renunciado el gobierno, principalmente la relacionada con los salarios de los servidores públicos.
Desde el punto de vista macroeconómico, el nuevo proyecto de ajuste sería prácticamente nulo, incapaz de sanear las finanzas públicas y controlar el crecimiento de la deuda. Las calificadoras internacionales de riesgo probablemente la señalarían como un remedo de reforma fiscal, incapaz de mejorar las calificaciones recientemente degradadas.
El Fondo Monetario Internacional también consideraría esa reforma absolutamente insuficiente para corregir el desequilibrio. En las conclusiones del último informe anual (art. IV), de marzo del 2016, la misión del FMI definió pormenorizadamente los ajustes que debe hacer Costa Rica y las correspondientes cifras. Considera que “la tendencia fiscal es insostenible a largo plazo. Sin reforma fiscal, el déficit fiscal llegaría a representar un 9% del PIB en el 2021 y la deuda pública alcanzaría un 70% del PIB”. Para evitar la explosión del déficit y dar sostenibilidad a la deuda propone efectuar un ajuste equivalente al 3,75% del PIB, divido en un incremento de impuestos (reformas a las leyes de impuesto sobre la renta y conversión del impuesto sobre las ventas en IVA) del 2,5% del PIB, y un 1,25% del PIB en reducción de gastos. Como se puede observar, el proyecto de reforma menguado estaría muy lejos de satisfacer los requerimientos del FMI.
¿Cuáles serían las consecuencias económicas de no enfrentar debidamente el problema fiscal? Algunas ya las hemos identificado en editoriales anteriores: subirían las tasas de interés a mediano plazo conforme se vaya agudizando el problema, aunque a corto plazo Hacienda logre persuadir a las instituciones públicas y fondos de pensión de adquirir bonos fiscales a tasas de interés “pactadas” entre las partes, sin presionar mucho el mercado financiero privado. Se podría “estacionar” el déficit temporalmente en el superávit de las instituciones, pero sin ninguna solución de fondo.
La propuesta fiscal menguada tampoco resolvería los problemas estructurales del gasto público. Excluye el proyecto para racionalizar los pluses salariales y demás prebendas del régimen de servidores públicos, originalmente presentado por la diputada Sandra Piszk, para enfrentar, precisamente, uno de los principales disparadores de gasto. Eso impone, a su vez, una seria limitación a los programas sociales en el tanto resta la posibilidad de expandirlos y, también, a la inversión pública necesaria para generar empleos y mejorar la productividad. El creciente gasto por intereses absorbería cada vez más recursos, en detrimento de otras necesidades.
Otro de los defectos de la reforma fiscal limitada es su incapacidad para contribuir a controlar la inflación y estabilizar el tipo de cambio. El efecto inflacionario del gasto deficitario creciente se produciría por dos vías: primero, el volumen de gasto expansivo y desfinanciado significaría un incremento de la demanda agregada con efectos directos sobre la inflación y el déficit en la balanza de pagos. Ese faltante se ha venido financiando con entradas de capital pero, si la percepción de los inversionistas cambia ante una situación hacendaria insostenible, el impacto se produciría en el tipo de cambio y, después, en los productos importados y, consecuentemente, en el índice de precios al consumidor (IPC).
El segundo efecto se vería en la menor capacidad del Banco Central para controlar la inflación dentro de las metas establecidas de un 3% (más o menos un punto porcentual). Hemos señalado en otras ocasiones que la brecha del producto (crecimiento real menor al promedio) se ha venido cerrando, por lo que la política monetaria debe eventualmente llegar a ser más conservadora, con tasas de interés más acordes a la inflación programada. Pero si la situación fiscal se deteriora y presiona las tasas de interés y el déficit fiscal continúa creciendo, la política macroeconómica se enfrentaría a la vieja disyuntiva de más inflación o menor crecimiento económico. En cambio, una reforma fiscal bien balanceada, que privilegie la inversión y controle el gasto corriente, sería muy favorable para incrementar el crecimiento económico.
Finalmente, es de lamentar la oportunidad perdida. En Costa Rica resulta políticamente muy difícil aprobar reformas tributarias y fiscales, por los anticuerpos naturales que generan. ¿Por qué, entonces, desaprovechar esta valiosa oportunidad para aprobar un proyecto de reforma que ni siquiera llega a la categoría de mediocre? No tiene ningún sentido.