Un pueblo iracundo, valiente y resuelto, ha defenestrado a un régimen despótico y corrupto. Una noble aspiración, compartida pero no plasmada aún en otras latitudes, se concretó en Túnez la semana pasada cuando las protestas populares crecieron y obligaron al presidente y exgeneral Zine al-Abidine Ben Ali, a abandonar su fortificada residencia y escabullirse para encontrar refugio en Arabia Saudita.
Llegó así a su final una satrapía deleznable que mantuvo sojuzgado al pueblo tunecino durante 24 largos y dolorosos años. Fue un sueño de libertad trocado en realidad gracias a la heroica Revolución de los Jazmines, en la que obreros, campesinos, estudiantes y jóvenes profesionales expusieron sus vidas en aras de un ideal. Su gesta histórica emergió victoriosa tras cruentas confrontaciones con la Policía y las fuerzas de seguridad, su triunfo sellado por la negativa del Ejército a disparar contra los manifestantes. La República de Túnez, un ex-protectorado de Francia ubicado en el territorio de la antigua Cartago, devino en un moderno país, laico y con índices de salud y educación que destacan en el ámbito árabe. Sin embargo, tras esa fachada de progreso se escondía hasta hace poco la dura realidad de los abismos sociales, del desempleo y la corruptela agobiante del régimen autoritario presidido por Ben Ali, quien en 1987, siendo primer ministro, lideró un golpe militar contra el entonces mandatario, el legendario líder independentista Habib Bourguiba.
Con mano férrea, Ben Ali edificó un Estado policial dotado de vastas (120.000 oficiales) fuerzas de seguridad moldeadas al estilo de la KGB soviética, así como comités de vigilancia formados con soplones a sueldo que penetraban hasta el subsuelo oculto de la vida íntima de los ciudadanos. Así, una conversación inocente en un restaurante podía convertirse en boleto seguro para ir a prisión.
Este ángulo de la corruptela convergía con la insaciable sed de los funcionarios públicos por las dádivas y los presuntos secretos de quienes acudían a sus despachos en busca de servicios elementales del Estado. La combinación de codicia por dinero y por ganar reconocimiento y prebendas del régimen como capataces de chivatos, alcanzó dimensiones de pesadilla kafkiana.
El clima de intimidación, inseguridad y desempleo para quienes no jugaran en aquella peligrosa ruleta, se propagó al punto de que casi la mitad de los egresados universitarios permanecían desempleados. Lo mismo ocurría en todos los recodos de la economía donde llegaban los tentáculos del régimen, sin excepción.
Al cabo de los años, la inversión privada declinó, tendencia que se agravó por efecto de la crisis económica mundial. En todo caso, solo los parientes y socios de la cúpula parecían prosperar. Los negocios rentables estaban fuera del alcance de valiosos empresarios nacionales o extranjeros independientes. Lógicamente, las oportunidades de empleo decayeron aun más, cerrando avenidas para los egresados universitarios que pasaban a engrosar las legiones de desocupados. La asfixia económica se tradujo, en noviembre último, en crecientes brotes de rebelión y violencia en las zonas rurales, que pronto se extendieron a las ciudades. En esos días, un joven profesional, desesperado por carecer de trabajo y, consecuentemente, de ingresos, decidió dedicarse a la venta ambulante de verduras. No más se apostó con su cesta de productos en una transitada acera, ilusionado de ganar algunos centavos, llegaron dos oficiales a exigirle mostrar la licencia para su venta ambulante, que el joven no poseía. Desde luego, por una dádiva le arreglaban ahí mismo la “irregularidad”. El problema, como les explicó, era que no tenía ni un céntimo para ofrecerles, razón por la cual le decomisaron la cesta tras advertirle que debía llenar una cadena de trámites para obtener la licencia.
La desesperación de la víctima se ahondó y, turbado en ese mar de desesperanza, tomó el paso del suicidio. Ese mismo día, frente a las oficinas municipales, se autoinmoló. Ese acto, difundido por las redes sociales de Internet, tuvo un impacto nacional que desembocó en las protestas masivas de la semana pasada. La Revolución de los Jazmines estaba en marcha.
Los estudiantes se constituyeron en motor de un movimiento que atrajo a las masas de quienes ambicionaban espacio para expresar y compartir sus ideas sin temor de ir a la cárcel. Esa libertad mínima era vedada por el aparato policial con millones de oídos en todas partes. Reconquistar esa autonomía devino en el eje central de las protestas, cuya dimensión se expandió mucho más allá de los límites que era capaz de imponer la Policía. Ante esa marejada, el dictador exigió al Ejército intervenir y disparar contra los manifestantes. El jefe de las Fuerzas Armadas dijo no, y el resto ya es historia.
Las protestas han persistido en números menores, pero siempre preocupantes para las autoridades provisionales. El objetivo del movimiento estudiantil ha sido purgar el sistema estatal de la podredumbre legada por el régimen.
Funcionarios pertenecientes a los antiguos círculos gobernantes se han visto obligados a renunciar. La parentela del déspota que chupó la sangre de la economía y cercenó las ilusiones de las nuevas generaciones, ha sido arrestada y será sometida a juicio.
Y Suiza, oasis de tantos corruptos, ya congeló las multimillonarias cuentas del presidente en fuga y sus allegados. De las cárceles han salido miles de prisioneros políticos y la libertad empieza a sentirse en el país.
Este ha sido el gran triunfo aleccionador de una revolución de los jóvenes esperanzados que, ojalá, se consolide y abra las puertas a una nueva era de genuina democracia en Túnez.