Reza solemnemente el artículo 50 de nuestra Carta Magna: “El Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza” (énfasis agregado). Esto, que es bien conocido por la ciudadanía y, en particular, por los trabajadores del Poder Judicial, implica hacer esfuerzos por canalizar recursos a favor de quienes carecen de ellos, no de los poseedores de más ingresos o capital acumulado.
No siempre somos capaces de cumplir ese mandato y, en muchos casos, son los propios servidores del Estado quienes promueven esquemas que, a todas luces, contradicen lo dispuesto por el artículo 50 de la Constitución. Se viola ese mandato cuando se adoptan lujosos esquemas salariales y de beneficios en el sector público y cuando las pensiones que rigen para subconjuntos de empleados de ese sector son igualmente de lujo. Ese el caso del régimen de pensiones del Poder Judicial.
Un régimen de pensiones es equitativo si sus beneficiarios pagan los costos actuariales que apareja. Es solidario si, además, incorpora un subsidio de rico a pobre. Nada impediría que los servidores del Estado tuvieran esquemas de pensión a partir de los 60 años de edad, con el mejor salario devengado y 20 años de cotización, si ellos pagaran el costo actuarial de esos beneficios. El problema social surge cuando los beneficiarios no pagan el costo total y el Estado, es decir, los contribuyentes, debe aportar el faltante. Cuando, además, esto ocurre con quienes se desempeñan en ocupaciones del sector público con altas remuneraciones (salarios básicos altos, anualidades, pluses), la injusticia social se acentúa. ¡Pobre artículo 50!
La noticia de que un importante grupo de diputados, cediendo ante presiones de organizaciones laborales judiciales, minó el espíritu y el fondo de la reforma técnica que la Superintendencia General de Pensiones (Supén) había planteado al régimen de la Corte no podría ser más decepcionante, pues bajó la edad de retiro propuesta, la cotización de los beneficiarios y, a la vez, elevó el tope sugerido. También es decepcionante que se haya aguado lo que eufemísticamente se dio en llamar “contribución solidaria” al régimen, que no lo es mientras este tenga el desequilibrio actuarial que acarrea.
Los diputados, representantes de los ciudadanos, deben recapacitar –en particular ahora que, por un error técnico, el estudio de este caso volvió a abrirse– teniendo en mente lo que dispone la ley en su artículo 50; y con apoyo de un estudio que actuarialmente demuestre cuánto es lo que efectivamente pagan (y, por ende, cuánto es lo que no pagan) los beneficiarios del sistema, decidan lo que en justicia corresponde.
Le haríamos mucho bien al país si el papel del Estado en el adecuado reparto de la riqueza se manifestara en todos los casos, con acciones concretas. Mantener un régimen de pensiones actuarialmente desequilibrado a favor de un pequeño y selecto grupo de ciudadanos, que –con cargo al presupuesto nacional– reparte más a quienes más tienen, no concuerda con este principio.
Lo mismo se puede decir de otros privilegios cuyo costo se ha venido cargando a la sociedad para disfrute de una minoría de trabajadores. El resto no solo contempla los beneficios ajenos, sino que se ve forzado a financiarlos mediante el pago de impuestos. Si las razones de justicia no bastan para convencernos de la necesidad de nivelar el terreno, cuando menos debemos reconocer la imposibilidad de mantener los beneficios exagerados con los limitados recursos que es posible extraer del presupuesto nacional.